Estoy plenamente de acuerdo con la celebración de debates electorales por televisión entre los candidatos presidenciales. Y cuando se celebre el primero esta convicción se generalizará todavía más. Porque yo jamás he visto un debate electoral por televisión: no puede llamarse así al intercambio de monólogos ente dos o más candidatos, mientras un maniquí, que algunos insisten en llamar periodista, concede la palabra como si fuera un jacuzzi o la retira desde un respeto reverencial. Porque lo que falta básicamente en los debates electorales españoles no es este o aquel representante o candidato, sino periodismo. Sin periodismo -sin un marco contextual, sin preguntas, sin matizaciones, sin actitud crítica- no hablamos de debate, sino de entremeses. Para ver o para picar. Y eso es lo que no espera de nuevo en la próxima semana.

A mí me aburren invariablemente. Y uno de sus efectos -la estúpida valoración de perdedores y ganadores- es insufrible. El debate banaliza tanto la política como los anuncios publicitarios o las cortinillas radiofónicas. El debate no es un intercambio de análisis, argumentos y ofertas programáticas, sino un ejercicio de ficción que presenta a un conjunto de patriotas dispuestos a deshidratarse para dejar claro la estupidez, la torpeza o la ignorancia de los demás. Los hechiceros demoscópicos lo han dejado claro hace mucho: los debates televisivos no tienen un impacto relevante a la hora de configurar simpatías y adhesiones. Ningún debate consigue condicionar los resultados de unas elecciones. Como ocurre con otros ritos y formatos y acciones electorales, y en la ya muy pisoteada senda de la espectacularización de la democracia parlamentaria, los debates sirven, especialmente, para galvanizar a los tuyos, procurar algún daño a tus contrincantes y, si es posible, introducir en la agenda electoral un asunto -o mejor; un punto de vista- que te proporcione proyección y conocimiento, prioritariamente en tu propio espacio socioelectoral. En realidad sirven, sobre todo, para que los equipos de campaña ratifiquen -o corrijan- la actitud de su candidato, el control de su código gestual, la eficacia de los eslóganes, la pertinencia de argumentarios diseñados, las corbatas más adecuadas (o no) para la ocasión y las virtudes y sobre todo los defectos de los oponentes.

También es cierto que a nadie le hace demasiado daño ver un debate político por televisión. No salen orzuelos ni se transmiten virus zombificantes. Pero en la edad de oro de la ficción televisiva resignarse a seguir debates electorales me parece un desperdicio. En el futuro deberán esforzarse más. Serializar los debates durante toda la legislatura -ahora las compañas electorales duran los 365 días de cada año- podía ser una opción seductora. Si finalmente los que gobiernan no toman las decisiones estructurales y estructurantes en democracias narcotizadas y resignadas a su progresiva inoperancia, por lo menos, que se mejore el espectáculo, que por pagar uno euros al mes a cualquier plataforma que no sea. Pedro Sánchez en House of cards, Pablo Casado en Velvet, Albert Rivera en Friends, Pablo Iglesias en Cuéntame lo que pasó y, por supuesto, Santiago Abascal en Bonanza.