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OBSERVATORIO

Originalidad e imitación

Cualquiera que haya visitado un museo o una escuela de artes plásticas habrá observado cómo algunos sujetos se afanan en copiar con toda la exactitud posible las obras de los grandes maestros. Sorprende que quienes se entrenan en la creatividad se anonimicen tan tenazmente en la imitación de otros, sujetándose a un estilo personal ajeno hasta enajenarse. De hecho, si la imitación perfecta fuera posible escondería del todo a su autor. Si el simple observador puede reconocer una imitación es por sus defectos.

Ese anonadamiento del imitador que se esfuerza por dejarse poseer por otro tenía para griegos y romanos un carácter vergonzoso, tan poco indulgentes como fueron con la pasividad que suponían en el poseído por otro: la mujer, el esclavo, el niño. Pero en eso, les faltó la sagacidad para descubrir en lo que menospreciaban el secreto de lo que admiraban.

Poder concebir, como les pasa a las mujeres, es la capacidad de hacer crecer lo nuevo a partir de uno mismo, incorporando ?literalmente- lo ajeno en una novedad que es vida de su vida en el sentido más primordial que cabe. En realidad, toda concepción es la capacidad de hacer crecer una inspiración: quien concibe hijos, ideas, sinfonías, esculturas o pinturas tiene la capacidad de hacer crecer lo ajeno desde lo propio. No existe una creación física ni espiritual que se deba exclusiva y completamente a uno mismo.

La supuesta pasividad femenina esconde uno de los secretos de la creatividad: lo que se hace depende más de un debate interior que de un activismo productivo, porque toda originalidad implica una cierta quietud contemplativa, aunque solo se cumpla y esclarezca prácticamente en la obra lograda. Seguramente nadie lo ha pintado como Velázquez en Las meninas, cuando se retrató inmóvil con una mirada atenta pero absorta en sus modelos un segundo antes de regresar al lienzo.

Además, la maternidad deja ver otro aspecto crucial de la creatividad: solo si lo que se crea tiene, por así decir, vida propia y crece como por sí mismo, puede el creador estar cierto de seguir una genuina inspiración. Crear algo es tenerlo a tu completa disposición sin poder decidir por ti mismo. El creador es un esclavo que suplica a su obra los guiños para descubrir por dónde llevarla, y si ésta calla y enmudece, el artista se desespera en la indecisión de una omnipotencia desgraciada. Crear es obedecer entusiasta y entregadamente, solicitando de continuo a lo que se hace órdenes tan precisas y exactas como sea posible.

No hay creador que no reconozca sobre sí la autoridad de aquello que se esfuerza por crear. Sin embargo, era del todo improbable que la cultura grecolatina que separaba irreconciliablemente el servicio y la libertad apreciara esta dimensión servicial y obediente de la libertad creativa. En cambio, la cultura cristiana que adivinaba en la obediencia a Dios y el servicio a los demás la forma genuina de la libertad, abrió el camino para que Europa aprendiera, dice Hegel, que no era contra la servidumbre sino a su través como se alcanzaba la libertad.

En lo que el hombre hace, la forma más sublime de la libertad encierra la enaltecida servidumbre a lo que se hace de quien no se contenta con otra cosa que la perfección posible. La libertad creativa es una esclavitud solícita y amantísima. La originalidad requiere de la abnegación de quien no se sobrepone a su obra, porque eso no es más que copiarse a sí mismo, es decir, agonizar en la falta de inspiración. Esa es la abnegación que se entrena en la imitación, que no solo requiere de la pericia técnica de emular la obra maestra, sino de la disciplina interior de seguir (de aprender) la inspiración de su autor. Por eso, dice Octavio Paz, "todos los escritores y autores comienzan imitando; todos, si tienen talento, convierten sus imitaciones en invenciones".

La invención es lo que le pasa a la libertad cuando se apropia realmente de lo ajeno, que se vuelve original. Si en la imitación la abnegación no deja de ser libre ni se malogra en enajenación, entonces inventa, altera, versiona. "La originalidad es hija de la imitación", dice el poeta y escritor mexicano. De hecho, la imitación que requiere la creatividad (y la libertad) solo se malogra cuando deja de ser original y se reduce a copiar, a repetir sin inspiración lo que no se ha conseguido asimilar o conservar como vida propia. Ocurre así no solo en el arte, sino en todas las dimensiones de la vida del espíritu: imitar es interpretar e, indefectiblemente, inventar; esa es la ley de la libertad.

Así que, bien entendidas, la maternidad y la esclavitud están en el corazón de la creatividad. Pero la infancia guarda un secreto sin el que la imitación no deviene creación: es necesario poder introducir en la seriedad esforzada de la imitación la despreocupada libertad de los niños que saben jugar y obedecer al mismo tiempo. Solo los que están en el secreto de poder repetir sin fin algo que no se gasta rondan de cerca la fuente de la creación.

Por el contrario, tomarse demasiado en serio la creatividad es pretender una originalidad a priori que suele derivar en la impostación de lo nuevo mediante la negación maniática de lo viejo. La originalidad, como la felicidad, necesitan ser olvidadas para presentarse como acostumbran, sin que se las espere. De hecho, solo gustan visitar a quien no está pendiente de ellas, pero persiste absorbido en lo que hace.

La búsqueda de la originalidad estorba más que ayuda a lograrla. Por eso abundan los autores cuyas obras maestras se produjeron cuando menos las perseguían. Y es que la idolatría de la genialidad produce con frecuencia un manierismo estéril y patético. Nietzsche aseguraba que entre los pensadores la claridad es el lujo que solo pueden permitirse los profundos. Pues bien, en el arte y los afanes del espíritu, la sencillez es el lujo de los originales.

Higinio Marín. Filósofo

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