Escribo esto pocas horas antes del segundo debate, pero sin temor a equivocarme demasiado. Porque ni Pablo Casado dejará de emitir su sonrisa del más guapito panderetero de la tuna, ni Pedro Sánchez abandonará su papel de garante universal del progresismo después de diez meses de ocurrencias y de convocar elecciones anticipadas al no haber podido aprobar su proyecto presupuestario, ni Albert Rivera evitará el efecto Malú, chillando para imponer su amor a España, ni Pablo Iglesias dejará de manosear la Constitución como un curita maneja el breviario mientras espera que los niños entren en la sacristía. De manera que esto era un debate imprescindible. Que les aproveche.

Son unos principiantes y se les nota. Mucho. Se notan los mensajes enlatados, las consignas precocinadas, las interrupciones premeditadas. Se les nota en que son absolutamente incapaces -con la parcial excepción de Iglesias- de responder al oponente con argumentos que a su vez llevan a controlar el diálogo. Porque, naturalmente, no existe diálogo, hasta el punto que el moderador del lunes insistió una y otra vez -con un punto de comicidad- en que podían interrumpirse e incluso increparse los unos a los otros. Que va. Casado sonríe tanto que no creo que se trate de un consejo de sus asesores: a este chico alguna novia -si alguna vez tuvo una novia- le dijo que tenía una sonrisa irresistible. Y se lo ha creído. El peor en esto, sin embargo, es el presidente Sánchez, que mientras es aludido por un Rivera cada vez más desquiciado repetía transido de dolor: "Qué decepción... Qué decepción..." Un recurso torpe, misérrimo y decepcionante. No llega uno a jefe de Gobierno para portarse como Margaret Dumont frente a Groucho Marx. Iglesias, a lo suyo, un pequeño maratón de lectura de la Constitución, treta que le copia al Julio Anguita de los años noventa para demostrar que no es un peligroso radical, sino buena gente que solo quiere que se cumpla esa Constitución que hace apenas un lustro se le antojaba un enjuague tardofranquista inadmisible, sin distinguir, líbrelo el derecho constitucional de la tentación, entre derechos fundamentales, derechos constitucionales y principios rectores de la política económica.

El debate, para variar, no fue un debate, y así lo entendió la mayoría de los televidentes, que huyeron despavoridos a otras cadenas para disfrutar de trivialidades sin pretensiones. Los grandes y estructurales problemas políticos, institucionales y económicos del país exigen que las fuerzas políticas presenten propuestas que puedan generar consensos viables. Desde el bloquismo exasperado es imposible enfrentarse a la reforma educativa, la sostenibilidad del sistema de pensiones, la financiación autonómica o la reforma constitucional con garantías de éxito. Y olvidar deliberadamente -lo hicieron todos- que las políticas financieras, económicas y fiscales son estrategias decididas por la Unión Europea representa un cinismo aldeano y estúpido: basta recordar el brexit -ni una palabra al respecto- o los más de 3.000 millones de euros que el Gobierno socialista se ha comprometido recortar ante Bruselas en este mismo año. Más de 3.000 millones en apenas seis meses. Que esta mísera y palabrera estafa se escenifique como un acto de salud democrática expresa muy bien el turbio y peligroso momento -con una ultraderecha ladrando en la puerta- que malvivimos.