El pasado mes de abril numerosos medios de comunicación dieron cuenta de nuevo de otra de esas noticias que nos hielan la sangre. Andrés, un joven de 16 años, decidió poner fin a su corta existencia por estar padeciendo día a día un infierno entre los muros de su instituto madrileño. A él le han precedido muchos otros alumnos cuyos dramas no siempre han salido a los focos, pero que han atravesado idénticos calvarios con un denominador común: la sinrazón. Multitud de víctimas inocentes afrontan cada lunes su cruel destino con una mezcla de miedo, llanto y soledad. Cuando cruzan el umbral de su centro educativo, un selecto grupo de matones abre la veda de su demoledor "via crucis", transformando lo que debería ser un lugar para el aprendizaje y la convivencia en una prisión de máxima seguridad en la que no pocos chavales maldicen su infancia mientras cumplen cadena perpetua.

Cualquier excusa es válida a la hora de escoger a la diana de turno. Ser gordo o flaco, feo o guapo, listo o tonto, callado o hablador, se torna en motivo más que suficiente para resultar agraciado en tan siniestra lotería. La única característica ineludible que se le exige al ganador del sorteo es su incapacidad para defenderse y el terror ante la perspectiva de ser acusado de chivato si osa relatar los escarnios que le infligen los gallitos del corral. La sarta de abusos es tan heterogénea como los colores de la paleta de un pintor, desde clavar lapiceros a rasgar ropa, desde pedir dinero a exigir juguetes, desde la patada al escupitajo, desde el insulto al ninguneo. Todo vale para saciar momentáneamente la sed del verdugo. Poco o nada le importará convertir al blanco de sus ataques en asiduo visitante a la consulta de un psicólogo y en firme candidato a arrastrar inseguridades en la edad adulta.

Ya han transcurrido casi tres lustros desde el suicidio del joven vasco Jokin Ceberio, que obró sobre la conciencia colectiva el efecto de un aldabonazo seco en mitad del corazón. Uno de sus familiares se preguntaba entonces hacia dónde miraban los profesores mientras el adolescente sufría delante de sus ojos. Y qué hacía el Estado con nuestros hijos en las escuelas mientras se los confiábamos. Y qué clase de mundo estábamos construyendo, que hacía de chiquillos de catorce años torturadores sistemáticos y sin escrúpulos. Por desgracia, idénticos dramas siguen reproduciéndose a diario en esta sociedad contagiada por el mal uso de las redes sociales y de los teléfonos móviles, donde algunos de sus miembros más indefensos, objeto de denigración moral y de exclusión, optan por poner punto final a un muestrario de vejaciones continuadas.

Como las que sufrió Jokin, que alcanzaron lo más profundo de su ser y debieron de producirle tal efecto devastador en su subjetividad de adolescente que prefirió lanzarse por la muralla de Fuenterrabía antes que retornar a las negras aulas. O como las que sufrió Andrés, que después de escribir otra conmovedora carta de despedida, decidió también saltar al vacío desde una ventana de su domicilio. Por lo tanto, resulta de todo punto imprescindible que los responsables del cuidado de nuestros menores no pequen de pasividad e inacción y extremen la vigilancia para que hechos tan deleznables como estos no vuelvan a producirse jamás. Coincidiendo con el 2 de mayo, Día Internacional contra el Acoso Escolar, sigo adelante con una de mis permanentes cruzada, convencida de que, si cada uno de nosotros pone su grano de arena para luchar contra tan inmensa lacra social, tal vez lleguemos a construir una hermosa playa de respeto y tolerancia para miles de niños y jóvenes, víctimas de estas prácticas aberrantes. Dando voz a quienes no tienen voz, hemos de ganar la batalla por ellos. Para que nunca más se vean privados de vivir una infancia tranquila y feliz.

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