El mundo puede estarse desmoronando y la vida busca su hueco para abrirse camino entre las ruinas. Eso pensé mientras leía Guerra y trementina, novela de Stefan Hertmans. La existencia del protagonista estuvo marcada por las tragedias del siglo XX en Europa. Fue lanzado muchas veces a los leones en el frente de las guerras, asistiendo en primera línea al horror. En una de las habituales batallas feroces obligan los oficiales a los soldados ya derrengados, conmocionados y aturdidos a meterse en las improvisadas trincheras y no moverse hasta nueva orden. Deben esperar la retirada del enemigo, cuyas fuerzas son superiores. Anochece y acaban acomodándose en la tierra como pueden, cuenta el protagonista de la novela, recién estrenado en su juventud. Duermen en el barro; unos de pie, apoyados en el fusil, otros en postura fetal. El joven se acuerda de pronto, no sabe por qué, de una joven desconocida a la que descubrió una tarde saliendo desnuda del agua de una charca. Su piel suave y blanca brilla ahora ante sus ojos con una luz intensa en la oscuridad. ¿Cómo se explica ese misterio por el cual vemos luz y vida en nuestros sueños cuando todo está oscuro a nuestro alrededor?, se pregunta. Crece su ansiedad. El deseo se apodera de su cuerpo, dice, y el demonio del placer solitario le echa sus garras al cuello. En la trinchera oye de vez en cuando roces rítmicos sobre un tejido. Sabe lo que significan. Arrastrado por su imaginación y sin tiempo para tocarse, eyacula finalmente en su pantalón del ejército. Ahí, acosados por el enemigo en ese infierno de barro y muerte del que ya han huido hasta los animales del paraíso, él experimenta una indecible sensación de calor dichoso.