Cuando estrenaron la última temporada de Juego de Tronos, dejé la serie que estaba viendo. Era lo natural. Cuando algo se espera tanto, se tiende a pensar que es lo mejor. El jueves por la noche, mi primera sesión de series de la semana, dejé de seguir la historia de la familia Shtisel, para continuar la de los Stark. Desde el principio, sólo me interesó el destino de esa familia. Lo demás era más bien basura psíquica, huellas de la más bien detestable y podrida sociedad aristocrática. Sólo los Stark tenían algo conmovedor: sobriedad, dignidad, memoria y tierra. Cuando visioné el primer episodio, sin embargo, comprendí que todos eran ya una corporación de extraños. Nadie se conocía y todos los protagonistas me parecían distantes. No conecté.

En efecto, los rostros de los actores habían evolucionado y era como si la serie hubiera dado un salto en el vacío. No sentí que la suerte o el destino de aquella gente me interesara. Creí que había esperado en vano, que la estrategia de HBO era errónea. Habíamos imaginado tantas hipótesis, escuchado tantos escenarios, estudiado tantas posibilidades, que era imposible no considerar como un déjà vu cualquier cosa que acabáramos por contemplar. La replicación infinita de los ejércitos, esa mimesis virtual de lo insignificante, no parecía el cuadro adecuado para recuperar la emoción. Entonces saltó el sentimiento más doloroso. Había postergado a la familia Shtisel por nada. No fue una sensación agradable.

Es raro tener complejo de culpa ante personajes de ficción. Sin embargo, quien haya visto algo de la peripecia de esta familia de judíos ortodoxos comprenderá lo que digo. Por supuesto es muy difícil definir el sentimiento que te engancha a esta serie desde la primera escena. Claro que no dejas de pensar que quizá sea una más de esas operaciones de soft-power por las que las potencias internacionales presentan su mejor cara. En realidad, uno no quiere saber si es así o no. No lo necesita. Antes de pensar en nada, desea dejarse llevar contemplando las vidas cotidianas de auténticos tipos humanos, atravesadas por la más intensa emoción. Pocas escenas tan conmovedoras he visto en los últimos tiempos como esa en la que el rabino Nukhem Shtisel, agobiado por los apuros, dirige sin música en el silencio de la noche del barrio Mea Shearim la melodía del lentísimo Adaggieto de la V sinfonía de Mahler, aquella que escuchó mil veces seguidas y que se prohibió volver a oír.

No hay trucos en esta serie, donde lo más glorioso es vislumbrar en medio de los colores de la noche la lejana muralla de Jerusalén. Lo demás, las tiendas de verduras de su barrio, o del mío, las casas de comidas humildes, los bares sencillos. Nada inverosímil, grandioso o fabuloso. Pura humanidad, expuesta y desnuda, con una sinceridad que lleva a la felicidad, pero con más probabilidad a la desdicha, algo que todos encajan con una dureza instantánea pero que no produce rencor. Max Weber dijo, lanzando la estocada a Nietzsche, que debemos al judaísmo la racionalización moral más intensa de la humanidad. Quien quiera intuir algo de lo que encierra esta frase, debería ver esta serie. Lo más sorprendente es asomarse al volcán ardiente que hay en el pecho de cada uno de estos sencillos personajes y comprobar que, sea cual el seísmo que agita la vida, nunca estalla.

De forma característica, los guionistas no han necesitado activar los arquetipos míticos de la fabulosa imaginación céltica para impresionar al espectador. Sólo han tenido oído para escuchar el palpitar de anhelos personales secretos, de aspiraciones poderosas, aunque todo esté sepultado por un mar de frustraciones. Da igual. La fidelidad a la Ley puede entregarlas, pero no esconderlas. Nadie ignora aquello a lo que renuncia, pero nadie deja de saber lo que gana.

Cómo seres de ardiente lava pueden parecer de hielo, esto se lo pregunta el espectador. Cuando miraba esta serie, leía por otras razones los Cuadernos Negros de Heidegger, ese monumento a la arrogancia, la soberbia filosófica y la insensatez. En una de sus expresiones más convencionales, que apenas ocultan el más vulgar de los antisemitismos, Heidegger habla de los judíos como los representantes del desarraigo y de la pérdida del sentimiento de la tierra. Cuando uno escucha a estos imponentes actores hablar el yiddish, siente como si masticaran tierra del este del Elba. ¿Desarraigados? Cuando escuchamos el nombre del casamentero de la comunidad, el rabino Königsberg, no podemos sino pensar que los guionistas han pensado en tomarle el pelo a Heidegger.

La grandeza de esta serie no reside solo en que muestra a las claras que una genuina cultura popular es más noble que un pretendido saber aristocrático y elitista, como la metafísica. Ni siquiera veo su mejor valor en que te permite eliminar un montón de prejuicios sobre los jareníes, los ortodoxos, como por ejemplo considerar que son sionistas. Nada más lejos de la realidad. Ajenos al estatalismo en todos los grados posibles, desde la denigración a la indiferencia, detestan el valor soberano del Estado, pero no pueden dejar de valorar su dimensión protectora. La escena en la que el rabino Shulem, el director de la yeshivá, prohíbe salir al patio a contemplar el desfile de aviones del día de la Independencia, es memorable. Pero con todo, esas sutilezas no son lo más llamativo de este fresco. Lo que más conmueve de la serie es contemplar todavía una vida entregada a la interioridad, en la que los vivos y los muertos conviven y dialogan en el espacio esencial de los sueños. Acariciar esa dimensión todavía no tocada por la virtualidad tecnificada, y sin embargo central para generar la atmósfera de los sentimientos y las decisiones de la vigilia; ver que en esa zona onírica, a veces proyectada en sueños diurnos fascinantes y luminosos, se juega lo más profundo de nosotros mismos, dar testimonio de esa realidad que ya fascinó al lejano José, el hijo de Jacob, cuando la humanidad todavía se sentía orgullosa por haber logrado soñar, esto me parece lo más memorable de la serie, que por supuesto está adobada de un humor finísimo y sutil, lejano del explícito y dicharachero de la Maravillosa señora Maisel, aunque no tanto del de su padre Abe Weismann.

Tras ver el primer episodio de la nueva temporada de Juego de Tronos, me prometí no postergar más veces la cita con Akiva, el joven protagonista de la serie judía, una especie de Kafka ingenuo y sincero, enamoradizo y profundo a la vez, capaz de conocer la desolación del mundo y reflejarla en sus cuadros sin que deje huella alguna en él. Así que, conociendo mis debilidades, acabamos lo que nos quedaba en una sesión continua. Reconozco que no sabía dónde querría ir a parar la serie y cuando acabó comprendí que no quería ir a parar a ningún sitio. Quedó interrumpida allí, como podría seguir, como podría haber acabado antes o no haber empezado.

Cuando el jueves siguiente volvimos a Invernalia, no podía dejar de preguntarme si por fin el viudo Shulem Shtisel, el patriarca de la familia, ya habría sido capaz de olvidar el aroma del vestidor de su difunta esposa, si habría dejado de acariciar sus ropas en medio de la soledad, o si Akiva habría volado a Nueva York a exponer su cuadro, el del niño con el pez en la bolsa, ese que espera en la encrucijada que sus padres regresen del más allá. Sólo me olvidé de todos ellos cuando al final, ante la chimenea de Invernalia, Brienne jura cumplir con las normas de la caballería. Entonces sonó la canción Jenny of Oldstones, y lo que parecía un remake de La Diligencia se convirtió en una despedida. Allí podría haber acabado Juego de Tronos para siempre. Los Shtisel, sin embargo, siguen ahí, perdidos en su sueños.

José Luis Villacañas. Catedrático de Filosofía