Puede resultar chocante, pero les aseguro que los mayores defensores del liberalismo que he conocido han sido funcionarios públicos. Así, he podido contemplar, durante años, a todos estos alumnos aventajados de Von Hayek y de Karl Popper denunciar su particular "camino de servidumbre" y esa supuesta hipertrofia y voracidad del Estado, desde su cómodo y generalmente bien remunerado puesto de trabajo en la Administración; y no he podido evitar regocijarme al ver levantarse de sus escaños y gritar indignados contra la insaciabilidad del gobierno de turno que ahoga con impuestos la iniciativa privada de las sufridas clases medias a veteranos políticos que han estado ocupando cargos a costa del erario público desde que tenían 20 años.

Lo cierto es que el liberalismo como doctrina económica, tal y como sostuvo Max Weber en su monumental La ética protestante y el espíritu del capitalismo, es una creación propia del mundo protestante y anglosajón; y, por ello, difícilmente trasladable a la Europa continental y a los países de influencia católica. Esa idea de un presupuesto equilibrado, una total ausencia de déficit público, un Estado reducido a la mínima expresión imposibilitado para desarrollar actividad económica alguna ni prestar ningún servicio más allá de su labor de policía y defensa, y una sanidad y una educación en manos de la iniciativa privada, es impensable en la Europa surgida tras la II Guerra Mundial. Y pocos casos son tan ilustrativos como el acaecido recientemente con uno de esos gurús mediáticos del liberalismo que tras pasarse meses en los platós televisivos despotricando contra el maléfico estado del bienestar, castrador de toda iniciativa privada, fue fichado por uno de los partidos de la derecha de este país para concurrir a las elecciones en sus listas. Pues bien, ha bastado que el economista en cuestión haya aludido, en su nuevo papel de político, a la imposibilidad de mantener el actual sistema de pensiones públicas en un medio plazo para que le llovieran críticas por doquier, obligándolo a rectificar y, abjurando de declaraciones anteriores, hacer auto de fe de su defensa del sistema público de pensiones. Y ello, porque las posturas de cualquiera de estos políticos del centro derecha patrio que se definen a sí mismos como liberales causarían una enorme perplejidad a sus homólogos del otro lado del Atlántico. En un país como EE UU, en el que la defensa de un sistema sanitario como el Obamacare (basado en un sistema de seguros médicos obligatorios financiados en parte por el Estado) te convierte en un peligroso socialista, provocaría hilaridad eso de autoproclamarse "liberal sin complejos" y defender, al tiempo, un sistema público de pensiones, una sanidad universal o una educación preuniversitaria gratuita.

Cuenta el británico Tony Judt, en su postrera obra, Todo va mal (2010), que en el periodo que va del final de la II Guerra Mundial a mediados de los años setenta del pasado siglo (1945-1975) era inconcebible que alguien en Europa Occidental se declarase liberal. Fueron años de cohesión social, de colectividad, con una sociedad homogénea bajo la protección de un Estado del Bienestar defendido y postulado tanto por la izquierda socialdemócrata como por la derecha democristiana. Todo esto cambia, según Judt, con la llegada de Reagan y Thatcher al poder, los cuales, haciéndose eco de las nuevas corrientes de libertad individual y emancipación social, que el fallecido historiador y politólogo británico achaca tanto a la "nueva izquierda" como a la derecha, convirtieron la sociedad "en una tenue membrana de interacciones entre individuos privados". Y, sin embargo, los ecos de aquellos años de fuerte protección social bajo la égida de un Estado todopoderoso en el que el individuo era protegido "desde la cuna hasta la tumba" impiden, aún hoy, que nuestros políticos se pronuncien en contra de los cada vez más exiguos beneficios de un capitidisminuido welfare state, conscientes, como son, de que una abierta defensa de su demolición tendría unos costes electorales que no están dispuestos a asumir.

Las cosas, sin embargo, están empezando a cambiar. La inexorable ley del péndulo ha hecho que los partidos surgidos en la Europa Central y del Este tras la desaparición del llamado "socialismo real" hayan basculado, sin complejos, hacia posturas fuertemente conservadoras en lo social y ultraliberales en lo económico. Y así, estos partidos nacionalistas surgidos en Polonia, Hungría o Chequia tras la caída del Muro de Berlín, junto a las organizaciones políticas populistas y de extrema derecha nacidas en una Europa Occidental castigada por la mayor crisis económica padecida desde el final de la Guerra Mundial, constituyen la auténtica punta de lanza del nuevo ultraliberalismo, de raíz anglosajona, que está dispuesto a dar la batalla por la hegemonía en los próximos comicios europeos. No resulta extraño, pues, que sea uno de estos nuevos partidos el único que, más allá de pintorescas propuestas como la liberalización del uso de armas de fuego, defienda, en nuestro país, iniciativas que harían las delicias del mismísimo Milton Friedman, como la vuelta al patrón oro, la masiva bajada de impuestos o la creación de un sistema de capitalización individual de pensiones dando entrada a la iniciativa privada, tal y como se recoge en su programa para las pasadas elecciones. La brecha ya está abierta.

Jorge García Monsalve. Abogado