La burbuja del populismo español parece a punto de estallar sordamente el próximo día 26: solo queda por conocer los resultados de Vox en Madrid, Valencia, Murcia o Sevilla en las elecciones autonómicas y locales. Y Vox parece condenado a moderar las alocadas fantasías predictivas de hace unas semanas. En los últimos años se han consumido cientos de páginas y miles de horas de radio y televisión -por no hablar de las paridas de hordas de politólogos salivantes- para anunciar la buena nueva o el mal fario del populismo que, por fin, había desembarcado en España. Y su principal referencia era, obviamente, Podemos, cuyos autores intelectuales -el triunvirato profesoral integrado por Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón- reconocían su deuda sapiencial con Ernesto Laclau, teórico del populismo, que no es una ideología ni una doctrina política. El populismo significa una forma de construcción de lo político que se funda en apelar a "los de abajo" frente al poder. El populismo es -precisamente- el proceso de construcción del pueblo como el acto político por excelencia como oposición a la administración pura y dura encorsetada en las instituciones públicas. A eso aspiraba supuesta y ambiciosamente Podemos: a subvertir el orden político imperante atrayendo a su proyecto / herramienta, desde las afueras, a nuevos sujetos de cambio social, y comenzar así un nuevo proceso constituyente en lo político-jurídico y profundamente reformista en lo económico- social. Un populismo de izquierda que buscaba engarzar una multiplicidad de demandas en una alianza organizativa con una fuerte base asamblearia (los círculos).

Todo el invento duró poquísimo: un suspiro. Lo que se llamó ventana de oportunidad fue cerrándose a medida que las heridas más brutales de la crisis económica dejaron de sangrar, pero eso no es lo que ha llevado a Podemos a su particular y enlaberintada crisis, sino las peleas entre grupos y facciones, las tendencias cesaristas de Pablo Iglesias y los equilibrios rompehuesos entre reformistas y revolucionarios, entre severos neocomunistas y progresistas del multiculturalismo sonriente, entre partidarios de un Estado confederal y proclives a una versión onírica del derecho a la autodeterminación. Nadie sabe exactamente lo que es Podemos actualmente, pero está claro lo que hace bajo la dirección de Iglesias: transformarse en una suerte de Izquierda Unida que pide el voto para un proyecto autónomo de izquierdas para luego pactar con el PSOE a cambio de un programa legislativo o / y tres ministerios.

Podemos ya no es una fuerza populista. Extrañamente la nueva extrema derecha tampoco: son nacionalcatólicos que no mencionan a Franco, pero que sienten una nostalgia macho por la España franquista. Y, sin embargo, es sumamente improbable que esta situación se prolongue mucho tiempo y que vuelva venturosamente (o no) la estabilidad política de principios de siglo. Y no solo por el conflicto catalán, sino porque más temprano que tarde se evidenciarán los límites -dentro y fuera del Parlamento- de la muy tibia socialdemocracia sanchista.