Al final era esto: un cansino pero inacabable zoco de ñoñerías vomitivas, insultos rutinarios, halagos miserables al comprador, maldiciones efímeras, ignorancias recalcitrantes y bobadas solemnes. Recuerdo a un profesor de Semiótica lanzándonos su único mandato en clase, disparatadamente ambicioso pero exacto: "¡Aprendan a verbalizar la realidad!" Ahora mismo a ese ente problemático, la realidad, en fin, que le den mucho. El discurso político ya no es una máquina de producción de sentido. El discurso electoral, más concretamente, solo es ya un subgénero literario, menos respetable intelectualmente que las novelas a cinco pesetas de Corín Tellado o Marcial Lafuente Estefanía. Tiene comienzo -somos los mejores- nudo -combatiremos al mal- y desenlace: vamos a ganar y todos comeremos perdices, hasta que descubran, por enésima vez, que las perdices son ustedes.

Las fake news, por supuesto, juegan su papel, pero es que en el discurso político no existen noticias verdaderas. Las fake news siempre son las de los adversarios, sarnosos perros sarracenos, almas luciferinas juramentadas para acabar con el género humano. Si las falsedades salen gratis es porque la gente las necesita -las demanda a menudo- para reafirmarse en convicciones previas. Es indiferente que los datos que ofrezca un gobernante o un líder de la oposición se ajusten o no a la realidad fáctica. No creemos a los líderes por lo que afirman o niega, creemos lo que afirman o niegan porque son los líderes, iconos o referentes de nuestra opción ideológica o de nuestros gustos culturales o estéticos o de nuestra real gana en un vertiginoso instante. La fuerza de los antagonismos resulta muy importante. Es preciso compartir los odios, los desencuentros, las limitaciones, el estilo de una estupidez que marcha por el mundo orgullosamente. Elige lo que odias (un país, una ideología, una opción sexual, una religión, una clase social, una fuerza política) y lo eliminaremos de inmediato. Acabaremos con ello y el resultado, obviamente, solo redundará en mejorar la calidad de la democracia representativa.

Y luego la ñoñería. El político poscontemporáneo, que sabe perfectamente que su capacidad para implementar cambios estructurales es aproximadamente nula, se agarra a la ñoñería como el náufrago a un pedazo de madera, que es precisamente lo que te ofrece en el mejor de los casos. No basta con ser un poco sentimental (ah, aquella época en la que la mayor expresión de sentimentalidad era besar a los bebés antes de los mítines) hay que transformar la cursilería, más que en un relato coyuntural, en un poema épico que segregue al instante discursetes, tuits, selfis, fotos para Instagram. Para no molestar a nadie, me referiré a una pareja de candidatos de cursilería contrastada, Manuela Carmena e Íñigo Errejón, la versión de izquierdas del Dúo Dinámico, aunque con más achaques y dientes. "¿Qué es lo que quiere hacer usted los próximos cuatro años en Madrid?", le preguntó un periodista a la alcaldesa. "Más cielos azules", dijo Carmena, "más niños dando voces, más gorriones, más verse por la calle". Sus compañeras de plancha la observaban embelesadas. La alcaldesa sonrió. Sí, no me cabe duda. Dispondrá de otros cuatro años para seguir inspirando a los redactores de los mensajes de las bolsitas de azúcar para el café. Gorriones, dice. Gorriones.