La Provincia - Diario de Las Palmas

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tropezones

Breverías 61

Cambiaba impresiones el otro día con unos amigos sobre nuestra común afición a la lectura, presumiendo de las respectivas bibliotecas, y llegando incluso a cuantificar el número de volúmenes de las mismas.

Y caí en la cuenta de pronto de la cantidad de libros por leer que descansan en mis estanterías, y de su tendencia a ir en aumento. Y me estoy percatando que aunque no se me ha quitado la costumbre en mis viajes de visitar librerías y adquirir algunos ejemplares, cada vez son más los que aguardan ser desvirgados. Y ello pese a títulos tan irresistibles como Un caballo entró en un bar (David Grossman), La verdad sobre todo (Matthew Stewart) o bien Una pequeña historia del mundo (E.H. Gombrich).

Y al comentar con mis cómplices de lectura dicha circunstancia, me gané la lógica reprimenda por mi pereza, con su coletilla, en mi opinión perfectamente superflua; "los años no perdonan".

Me ocurren cosas en las colas. Concretamente en la del oculista no hace mucho. Conocedora la dirección de la parsimonia en la atención a sus pacientes, disponen en una mesita de unas cuantas revistas y periódicos de cortesía para aliviar la espera. Como quiera que no me apetecían los chismes de las revistas del corazón, me dispuse a aguardar que una señora de la cola terminara de leer la prensa del día. Yo sé que los libros de etiqueta suelen ser sin duda de gran ayuda a la hora de colocar los cubiertos en una mesa, o de elegir vestimenta según la solemnidad de las ocasiones. Pero dudo que tengan un capítulo que aconseje la duración de una actividad en principio a compartir, como por ejemplo la utilización educada de un teléfono público. Pues bien, transcurrido un tiempo de lectura prudencial en la que la interesada bien podría haber repasado las esquelas y todos los anuncios por palabras, me dispuse a inquirir si tendría a bien pasarme el diario, una vez agotada su lectura. Cuál fue mi sorpresa al observar que la paciente, cuya dolencia por supuesto no podía ser la vista cansada, sacaba un bolígrafo del bolso, aprestándose a resolver el crucigrama. Cuando ya frustrado me disponía a abordarla, antes de que les metiera mano a los sudokus, escuché aliviado que le había llegado el turno y que la reclamaban para la consulta, disponiéndome a abalanzarme sobre el periódico antes que algún otro desaprensivo se apoderara de él. Pero no me dio tiempo ni a iniciar la maniobra, pues la señora dobló cuidadosamente su diario metiéndoselo en el bolso. Y digo "su" diario no porque el inacabable usufructo le confiriera ningún derecho a la propiedad, sino porque realmente el periódico resultaba ser el suyo. Por lo menos al llegarme la vez el oculista apenas si tuvo necesidad de humectar mis globos oculares, perfectamente preirrigados por lágrimas de frustración y autocompasión.

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