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OBSERVATORIO

La ausencia de solidaridad y la fragilidad del euro

Jean Claude Juncker declaró, sobre la moneda única, lo único que podía: "El euro es para siempre"; no afirmaré con la misma rotundidad lo contrario, pero nada suele ser peor que un exceso de confianza, por lo que no creo que debamos dar por totalmente resuelta la crisis del euro y, por tanto, garantizada la pervivencia de la moneda única.

Repasemos la historia reciente. La moneda única nació de un gran compromiso de estados con situaciones económicas diferentes. Los países periféricos, al unirse al euro, esperaban beneficiarse, como así sucedió, de la germanización de los tipos de interés, aunque ello les llevó a asumir una posible pérdida de competitividad de sus economías, al establecerse con carácter irrevocable un tipo de cambio fijo entre las distintas monedas de los estados miembros. Los países centrales, con Alemania a la cabeza, se beneficiaban de conseguir una moneda más débil que la propia, con la consiguiente ganancia de competitividad de su industria, tal como puede comprobarse observando la evolución de sus balanzas por cuenta corriente.

La unificación, a la baja, de los tipos de interés también se vio favorecida por el marco legal, ya que la normativa sobre la ponderación de los riesgos asumidos por bancos, compañías de seguros y gestoras de otros activos financieros estableció que la deuda pública de los gobiernos del área, con independencia del país de origen, carecía de riesgo alguno; es decir, ponderaba riesgo cero. La convergencia de los tipos se vio igualmente beneficiada por las operaciones de arbitraje de los operadores financieros, que dedujeron -el tiempo demostraría que erróneamente- que en torno al euro se había generado una estructura de riesgos compartidos.

A pesar de las profundas diferencias entre las economías de los países involucrados, prevaleció la idea de que el modelo alemán podía exportarse con éxito al resto de los miembros del área, y, por tanto, que podría centralizarse la política monetaria, en manos del Banco Central Europeo, concentrado en el control de los precios, mientras que se mantenía la soberanía fiscal en cada uno de los países.

La experiencia, sin embargo, ha demostrado que una unión monetaria, que cuenta con un presupuesto fiscal común absolutamente irrelevante en términos de PIB y un banco central que no puede actuar como prestamista de última instancia de los estados miembros, está predispuesta a la formación de grandes desequilibrios, económicos y financieros, entre los distintos países que la componen, lo que la hace muy vulnerable a choques exógenos.

Y un gran choque exógeno fue el que se produjo en 2007-2008 con la crisis financiera internacional, que puso al descubierto las fragilidades de la arquitectura de la zona. Al producirse, todas las señales dadas por las instituciones europeas y los estados miembros fueron que, si en algún momento se había pensado en términos de solidaridad, esa idea estaba totalmente abandonada, de forma que cada país quedaba a merced del destino de su propio sistema bancario, en crisis, y, posteriormente, al albur de su deuda soberana.

La posición de los países centrales, al no querer resolver solidariamente la crisis de la deuda griega -inasumible para el propio país e irrelevante para el conjunto de la UEM- hizo temer a los mercados no ya por la situación griega, sino por la ausencia de respuesta ante las situaciones que pudieran plantearse en otros países periféricos de mayor tamaño; en definitiva, los mercados se dieron cuenta de que la integración de la zona euro realmente era falsa y que podían ganar mucho dinero apostando contra la deuda de los países más débiles.

La venta masiva de bonos de países periféricos y la consiguiente adquisición de los mismos por los bancos locales supuso una nacionalización de las deudas públicas dentro de los balances de los bancos privados, dando lugar a un bucle perverso entre los bancos y la deuda soberana.

Todos debiéramos recordarlo: en 2010-2011 el euro corrió el gravísimo riesgo de desaparecer, al menos tal como había sido originalmente concebido. Entre 2012 y 2014 se adoptaron toda una serie de acuerdos políticos y de medidas monetarias que permitieron que la moneda común sobreviviera al dramatismo de la situación, eso sí, después de pagar unos costes muy elevados. Pero, superada la misma, y a pesar de que casi todo el mundo coincide en el diagnóstico de lo que resulta necesario hacer para resolver los problemas estructurales, la parálisis se ha adueñado de las instituciones europeas, fundamentalmente por la inacción de los estados miembros.

En 2015 se publicó el denominado Informe de los Cinco Presidentes (el de la Comisión Europea, el del Consejo, el del Eurogrupo, el del Banco Central Europeo y el del Parlamento Europeo), que constituye una auténtica hoja de ruta sobre todas las reformas que resultan necesarias para completar, a no más tardar que en 2025, la Unión Económica y Monetaria. Sin embargo, el conjunto de los elementos económicos, financieros y fiscales imprescindibles para poner totalmente a salvo al euro, y, con él, salvaguardar el propio proyecto europeo, están muy lejos de concretarse en la práctica.

¿Por qué? Sencillamente porque no existe voluntad política.

La crisis hizo que Alemania, como país más fuerte, ejerciera un efecto imán y se viera muy beneficiado financieramente por los diferenciales de tipos de interés entre los estados miembros. Volver a la deseable convergencia inicial de tipos requiere adoptar las medidas recomendadas en el Informe de los Cinco Presidentes, pero, ¿cuáles serían las razones por las que Alemania tuviera que colaborar a resolver las anomalías en la arquitectura institucional del euro, si las mismas le benefician? Ahí tenemos una de las claves del inmovilismo actual.

Formalmente, lo que no desean los países centrales es compartir riesgos, cuando esa idea está en la esencia de una unión monetaria. No habrá verdadera unión monetaria si no se comparten riesgos. Por tanto, con las cautelas necesarias, no hay más remedio que avanzar en esa dirección si se quiere garantizar la pervivencia del euro. No compartir riesgos es, además, un error que provocará que, en el futuro, vuelvan a existir transferencias de unos países a otros, cuando la situación lo exija.

Para ello, lo más urgente es completar la Unión Bancaria, lo que implica establecer un fondo de garantía de depósitos común para la banca de la eurozona y que, hasta que el mismo esté completado, el Mecanismo Europeo de Estabilidad pueda actuar de respaldo ante posibles crisis bancarias, si así resulta necesario, para no generar problemas financieros en las cuentas públicas del Estado miembro que se vea afectado.

Además, hay que dotar a la eurozona de un presupuesto fiscal, suficientemente relevante, que pueda actuar como mecanismo de estabilización, como seguro de desempleo común y como promotor de inversiones europeas, así como modificar la gobernanza de la moneda única, favoreciendo la progresiva integración en el ámbito común de lo que hoy son mecanismos intergubernamentales; la creación de lo que se ha dado en llamar un ministro de finanzas para el euro, así como generar un sistema que permita originar activos europeos mutualizados, como los llamados eurobonos.

Mientras no se resuelva el déficit de solidaridad y puedan darse los pasos necesarios para que podamos confiar los unos en los otros y se compartan riesgos, la unión monetaria no estará completamente a salvo.

En el actual entorno de confort no cabe esperar grandes avances. Por tanto, quizá no haya más remedio que esperar a nuevas crisis para que, como dijo Monet, sea posible seguir forjando Europa a base de crisis.

Juan Antonio Gisbert. Economista

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