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OBSERVATORIO

Las ingratitudes del ADN

Cuando leí los comentarios de Arthur Kornberg en la necrológica de Severo Ochoa, publicada en The New York Times, sentí que el silencio de una tumba se apoderaba de mi corazón. Me chocaron las palabras de Kornberg por parecerme que no era ni el lugar ni el momento adecuado para expresarlas. Me molestaron porque aquel desagradecido debía mucho al genio asturiano.

El ADN es la molécula central de la biología molecular, la piedra de Rosetta de la evolución, el astro supremo del universo biológico. El ADN es la respuesta a esa tremenda pregunta que nos intrigó durante miles de años: ¿de dónde venimos? Venimos del ADN. En los ácidos nucleicos, ADN y ARN, la desolada materia adquirió vida y cobró memoria. Ellos configuran la insondable hermandad de todo lo vivo y son los egoístas vectores de la azarosa e implacable evolución.

La esencia del ADN, como vehículo de los genes, fue propuesta por Avery -antes de publicarlo se lo comunicó a su hermano (nunca se casó ni tuvo hijos) en una carta escrita a media noche: una substancia "como un virus, quizá un gen..."-, su estructura bihelicoidal fue convertida en bestseller en los pubs ingleses por Watson y Crick -cómplices del descubrimiento-, y por fin traída al mundo en un humilde laboratorio por un discípulo de Severo Ochoa: Arthur Kornberg.

Kornberg amaba las enzimas, esas proteínas estelares que gobiernan las reacciones vitales de las células, y a ellas dedicó su vida. No es de extrañar que una de sus biografías se titule El emperador de las enzimas, y que su autobiografía lleve por título Por el amor de las enzimas: la odisea de un bioquímico. Kornberg estuvo alrededor de dos años en el laboratorio de Severo y allí absorbió las bases del método científico y los fundamentos de la enzimología. Después trabajó brevemente con el matrimonio de Gerty y Carl Cori en la Universidad George Washington en San Luis y, más tarde, consiguió su propio laboratorio en la misma universidad. Un cambio de rumbo en sus experimentos le llevó a interesarse por la síntesis del ADN. En ese mismo momento Severo se encontró por casualidad con una enzima, la polinucleótido fosforilasa, y pensó erróneamente que había sintetizado ARN.

Kornberg identificó un año después una enzima capaz de crear ADN: la ADN polimerasa. En poco más de tres años, Severo y Arthur anunciaron al mundo que habían sintetizado los dos ácidos nucleicos. El ADN dejaba de ser un concepto abstracto para convertirse en una herramienta de trabajo. Avery había muerto de un cáncer de hígado en 1955, sin el Premio Nobel, para el que había sido nominado más de 30 veces. Pero el ADN y su significancia biológica no se fueron a la tumba con él.

Los descubrimientos de la síntesis del ADN y el ARN se complementaban, y tomados juntos constituían uno de los hitos más grandes de la ciencia. Profesor y alumno, Ochoa y Kornberg, compartieron el controvertido Premio Nobel de 1959. Fuera se quedó, sin que sepamos por qué, la francorrusa Marianne Grunberg-Manago, mano derecha de Severo, y protagonista en el error y el fulgor de la "síntesis del ARN".

Cabe recordar que Kornberg no había sido nominado para el Premio Nobel de ese año, pero que Severo convenció a miembros del Instituto Karolinska de que un premio que englobase a los dos sería poco menos que inmortal. Suecia accedió a la sugerencia de Severo y el Nobel de 1959 se otorgó a la síntesis de los dos ácidos nucleicos.

Asimismo, cuando Franco quiso traer a España la gloria del Nobel e invitó a Severo a dar un viaje triunfal por la Castellana -en contra de la cobarde opinión de algunos miembros del Gobierno, que desconfiaban de la recuperación de los cerebros exiliados-, Severo declinó educadamente la oferta y envió como representante suyo y del Nobel a Kornberg, que disfrutó la hospitalidad del régimen y se enamoró de España.

En la necrológica de Severo Ochoa publicada en The New York Times, Arthur Kornberg comenta: "Quizá habría que cambiar la redacción del comunicado del Nobel", refiriéndose al texto de la Academia Sueca en el que se mencionaba que el premio al español era por la síntesis del ARN, una hazaña que Severo no había conseguido llevar a término. Kornberg lo explica así: "Ahora sabemos que la función natural de la enzima del Dr. Ochoa es la de degradar (destruir) ARN, no la de sintetizarlo (generarlo). En los experimentos in vitro que hizo el Dr. Ochoa, la enzima controla la reacción natural en sentido inverso". En resumen: a Severo le dieron el Nobel por error.

Esos comentarios, escritos sobre el cemento fresco de la tumba de Ochoa, no merecían haber sido hechos por quien debía a Severo el Premio Nobel y la fama derivada del mismo. No es que Kornberg cayese en una miseria moral, pero en esa ocasión le faltó esa sutileza elegante que hace gigantes a los grandes hombres.

Muy diferentes fueron las palabras que Severo pronunció en el entierro de Gerty Cori, que había sido jefa de su laboratorio y que después acogió a Kornberg. Le veo allí, junto a Carl, el marido de Gerty, espalda recta, barbilla alta, con afligido gesto, expresando cariño por la persona y admiración por la obra de la primera científica que ganó el Nobel de Medicina, y que fue su mentora, junto a Carl, durante un tramo corto y yermo de su trayectoria profesional.

Cuarenta y siete años después de que Arthur Kornberg ganase el Premio Nobel, Estocolmo otorgó el honor a su hijo, Roger Kornberg. La historia no es más que un devenir de repeticiones, encuentros y desacuerdos que fluyen y refluyen entre el pasado y el presente. Por eso no sorprende que Roger ganase el Nobel por estudios que incluían la ARN polimerasa, la enzima que Suecia pensó erróneamente que había descubierto Severo Ochoa.

Arthur Kornberg, la mano izquierda de Severo, murió a los 89 años de un fallo respiratorio. En su necrológica en The New York Times se enumeran sus éxitos científicos. También se le atribuyen la síntesis del ADN (verdad) y del ARN (falso). Y no se menciona a Severo Ochoa.

Juan Fueyo. Neurólogo científico

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