Yo me libré siempre de leer a Marta Harnecker por el testarudo aburrimiento de su prosa, embobada, anémica y catequística. Me entero de su muerte -ya octogenaria- y busco y rebusco entre viejas revistas y folletos y recupero una amarillenta edición chilena de Los conceptos elementales del materialismo histórico. A veces divisas en la calle a una mujer con la que conviviste durante años y apenas la reconoces, no por lo que ha cambiado en ella, sino por lo que ella cambió en tí con premeditación y alevosía, y lo mismo pasa con algunos libros, con algunos autores, con algunos discos. Leyendo ese pésimo folleto de Harnecker a los quince años aprendiste a identificar para siempre los malos panfletos, que como las malas novelas, son la inmensa mayoría, y algo de agradecimiento, entre apenado y humorístico, te queda hacia esa basurita intrascendente.

Harnecker, en realidad, no fue una filósofa, ni una politóloga, ni mucho menos una economista, pero el manto sagrado del marxismo-leninismo le permitió escribir sobre filosofía, teoría política o economía sin pestañear: una enorme cantidad de chatarra verbal acumulada en docenas de libros y miles de artículos. En realidad fue una joven chilena de educación católica que se licenció en psicología y pudo viajar a París para matricularse como alumna de Louis Althusser, un desequilibrado que se pasó media vida simulando, con una angustia creciente, ser un excepcional teórico marxista, cuando apenas había leído a Marx, y que terminó asesinando a su esposa de un tiro en la cabeza. Cualquier persona mínimamente avisada hubiera evitado comentar que asistió a clases del chiflado de Althusser, pero Harnecker estuvo siempre orgullosa de su relación con el guía y maestro esquizofrénico. Después regresó a Chile, terminó militando en la Unidad Popular y dio curso a su incontenible hemorragia publicística durante el gobierno de Salvador Allende. Cuando después del sangriento golpe de Estado de Pinochet recaló en Cuba alcanzó la estatura de máxima divulgadora de la vulgata marxista en toda América Latina. Decenas de miles de estudiantes y obreros creyeron entender mejor su realidad -resumiéndola en consignas y ocurrencias- a través de las caricaturas marxistoides de la profesora chilena.

"Con Marta se va un ejemplo de intelectual comprometida y valiente", ha escrito Pablo Iglesias. Quizás ese es el mayor problema para el rescate intelectual y político de Harnecker, porque casi siempre se comprometió con lo peor: con la Cuba osificada por el castrismo autoritario y sempiterno, con la Nicaragua que terminó por reducir a una finca propia Daniel Ortega, con la hambrienta farsa revolucionaria de Hugo Chávez, con el que terminó, no obstante, sufriendo un distanciamiento que luego superó. Porque Harnecker, de vez en cuando, vivía un brevísimo fogonazo de lucidez, pero la defensa de los ideales comunistas y la salvaguarda del mito de la revolución estaba por encima de cualquier sobresalto, desconfianza o crítica coyuntural. Más que una camarada fue una sacerdotisa laica, amistosa y parlanchina que siempre supo que tenía razón y que la tenía para siempre porque, al igual que Cristo flotaba sobre las aguas, ella lo hacía sobre los verdaderos designios de la Historia.