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OBSERVATORIO

Inteligencia artificial, ¡que trabaje la máquina!

Creo que la clave de la modernidad y de la paralela involución del ser humano como tal tiene que ver con el clásico y antiguo, aunque ahora promocionado como avance social, dolce far niente, una epidemia que cala los huesos y el ánima y que se propaga a la velocidad misma de los inventos, regalando al hombre una plácida pasividad mental y física. No es epicureísmo lo que se busca, pues los epicúreos alcanzaban la ataraxia una vez dominados los sentidos y lograda la paz que deriva de la libertad de no someterse a nada. No. Es simple vagancia y abandono del cuerpo y el espíritu en manos de terceros animados o inanimados, estos últimos siempre, al final, dirigidos por sus dueños, inventores, impulsores, programadores y rectores del orbe, auténticos dueños de la voluntad de las masas, ahítas de identidad colectiva y anónimas de individualidad. Comodidad, placer inmediato y ramplón, ordinariez sentimental, vulgaridad asentada en la nada y voto ciego y fiel a quien representa la palabra más simple, pero a la vez, más popular y menos exigente. Todo dado, ni siquiera prestado y poco conseguido. Ese es el futuro ahora aderezado con lo artificial, que promete más tiempo para la holganza absoluta y subvencionada.

La inteligencia artificial, esa cosa que se ensalza -con razón a veces- por la modernidad, tiene entre el común un objetivo inmediato: que trabaje la máquina, que piense ella, que ordene ella conforme a los programas determinados o que cree, hasta el punto de que se empieza a hablar del derecho a la propiedad intelectual de las creaciones artificiales. Claro que, si miramos a nuestro alrededor y comparamos los robots con los diputados que votan y cobran, no es tanta la diferencia, especialmente porque estos últimos, a los que se supone la capacidad de razonar, de hablar, de opinar y de disentir, muestran una uniformidad y sentido de la obediencia que en poco les diferencia de las máquinas que pudieran un día sustituirles. A lo mejor no son humanos y no nos hemos enterado.

Lo artificial, incluyendo la música electrónica, un sacrilegio, tiene éxito y se quiere equiparar cada vez más a lo racional, antes desarrollado y hoy arrinconado y se quiere que superado por la nanotecnología. Llama la atención que, al compás del desarrollo de la técnica, mengüen las capacidades racionales por abandono de su uso, debido con certeza a la apuesta decidida por el ocio y el reposo, así como por el consumo exagerado de lo virtual. Fíjense que en el Japón los jóvenes prefieren el sexo virtual al real. Por no cansarse, digo yo. Han optado por dedicar su tiempo a las redes sociales y a los juegos virtuales, abandonando la ancestral y humana coyunda. Poco a poco se reducirá la tasa de natalidad. Una revolución que acabará con la especie de los ojos rasgados por mor de propagar las virtudes de la soledad y el solo contacto con la máquina que satisface los sentidos, que no el alma, declarada inexistente por decreto y peligrosa. Allí está triunfando la declaración de extrema peligrosidad del amor romántico, aunque con resultados no previsibles por los agitadores de la desaparición de los sentimientos y su sustitución por el eslogan y la reivindicación permanente.

Yo no me opongo al progreso, que conste. De hecho, tengo un radiocasete de lo más moderno y cambio la cinta de mi máquina de escribir todos los meses. Podrán ustedes reírse, pero más lo hago yo de la ingenuidad de los que creen que lo que va a la "nube" lo hace a un espacio angelical, y no controlado o manipulable. Nada de intimidad e inocuidad hay en ese espacio de apariencia sobrehumana, pero creado por humanos.

La inteligencia artificial se impone y exige derrocar toda inteligencia humana. Y en verdad que lo va consiguiendo si vemos el panorama político español. Estudios hay que aseguran que nuestros predecesores del siglo XIX eran más humanamente inteligentes que los actuales. No lo dudo y menos vagos también y más amantes del riesgo positivo, no de exponerse para divertirse. Se iban a la selva o a los polos a explorar, no hacían el memo saltando edificios para nada o tirándose de puentes a ver si por casualidad la gloria les alcanza de improviso.

Hay políticos, que no voy a nombrar (empieza por Z y termina por O), cuya simplicidad es menor que la de un futbolín a juzgar por sus últimas propuestas. Imposible que su racionalidad sea humana. Más parece que lo han sustituido, si alguna vez fue de carne y hueso, por un robot. O está en trance de deshumanización o desprogramado. Vaya usted a saber.

Hay más, muchos más, que me hacen pensar que la inteligencia artificial, en sus primeros pasos, está generando especies complejas. Observar a los líderes de nuestra política nos lleva a presumir que pudieran ser fruto de alguna mala conexión. Habría que repararlos o, simplemente, cambiarlos por gente normal, sensata y pensante. Lo difícil es encontrar este tipo, hasta hace poco común y ahora rara avis. Al menos en los lugares en los que se presume que deben estar. Yo, por si acaso, buscaría en otro sitio.

José María Asencio Mellado.

Catedrático de Derecho Procesal

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