El pasado fin de semana me escapé a desconectar a mi hotel favorito. Durante uno de los desayunos coincidí con una pareja joven -al menos más que yo, que precisamente estaba allí de retiro porque me hacía más vieja-, y su niño de un año y medio aproximadamente. El pequeño no dejó de llorar durante el tiempo que yo tardé en tomarme el café y las tostadas -como lento- a pesar de que sus padres lo intentaron todo, y hasta yo desde mi mesa probé a ponerle caras raras para, de alguna forma, contribuir a su felicidad. Pero no, no conseguí nada con ninguna de las morisquetas que le hice, es más, creo que se horrorizó con alguna de ellas. Yo percibía la angustia de los padres, el apuro que estaban pasando mientras el bebé lloraba y lloraba y otros comensales ponían cara de disgusto. Le cantaron. Lo pasearon por la estancia en brazos. Sacaron un peluche con el que le acariciaban la nariz. Pero nada sirvió. Lo que al niño le apetecía emocionalmente era llorar y estaba en su derecho. Y entonces ocurrió. El papá sacó el móvil, le puso algo en él y cesó el llanto. Les miré horrorizada. Ahora tenía ganas de llorar yo. Me hubiese encantado decirle al muchacho que no, que eso era una trampa. Que su retoño acabaría atrapado por esa pequeña pantalla para el resto de su vida y que ya no habría lugar ni espacio para los cuentos, los libros, las canciones con mímica. Que después del móvil vendrían la tableta, la Play, la Xbox y todo lo que esté por inventarse. ¡Me escandalicé! Pero el niño estaba tranquilo. Sonreía. Alcancé a ver, incluso, cómo le asomaban dos dientitos que se querían hacer paso entre sus inflamadas encías. ¿Qué hubiese hecho yo? -me pregunté-. No hay un sonido que más angustia despierte en mí que el llanto de un niño. ¿Le hubiese dado también el móvil? ¿Es una forma de elegir susto en vez de muerte? ¿Son los móviles las nuevas chupas? Y fui más allá. Pensé en mi madre y en las madres anteriores a la era de la digitalización, ¿cuál era el truco para acallar nuestros llantos? Eran unas heroínas. Unas genios. Siempre he estado en contra de que los niños usen móviles o tabletas tan pequeños porque la exposición a estos dispositivos en menores de dos años tiene consecuencias sobre el desarrollo de las funciones ejecutivas, encargadas de que el niño aprenda, madure y sepa organizar la información en su cerebro. Pero esto es teoría y la práctica es otra cosa. Nos resulta muy fácil decir qué está bien y qué está mal pero, cuando consolar a nuestro hijo es nuestro objetivo, creo que el fin justificaría los medios. Pensaré más sobre esto.