Dime cómo te defines y te diré quién eres. Es más directo que el antiguo aforismo de dime con quién vas y te diré quién eres. Es usted español o extranjero; valenciano o alicantino; más español o más de la comunidad; es joven, jubilado, persona en edad activa; es hombre, mujer, miembro del colectivo LGTBI; se considera ante todo ciudadano, consumidor, o cliente; obrero, profesional, o empresario; blanco, negro, oriental; católico, ateo, musulmán, judío; plebeyo o aristócrata. Y tantas otras. Haga la prueba, defina y, por orden, aquellas características que considera más importantes para usted. Algunas de estas categorías nos vienen dadas por nacimiento y difícilmente podemos cambiarlas, nos vienen dadas con el nacimiento: sexo, raza, generación, nacionalidad, clase; pero hay otras que en buena parte son opciones personales. Las primeras definen grupos identitarios con independencia de la voluntad de las personas y nos compartimentan entre el nosotros españoles, por ejemplo, y extranjeros.

Hay grupos de origen al que no podemos pertenecer, aunque lo pretendamos, y dividen a los hombres en categorías sociales incluso con rangos distintos. Usted no puede ser aristócrata aunque quisiera; ni blanco si nació negro -mire si lo intentó Michael Jackson-; ni joven si nació hace 60 años; ni le será fácil hacerse norteamericano si es español de origen. Son las categorías que vienen definidas desde la cuna. Otras categorías son opcionales del ciudadano: si nos definimos como ateos o cristianos; socialistas o liberales estamos definiendo nuestra identidad social, incluso política. Todos esos grupos de origen y opcionales recogen unas prácticas simbólicas y materiales, definen unas formas de pensar y actuar que dan sentido a nuestra vida.

Hay otras categorías que nos sitúan en la estructura económica o social en una comunidad. Incluso podemos movernos a veces en esa estructura económica y social y pasar de ser un trabajador asalariado a ser un gran empresario -como Amancio Ortega- y viceversa. Es la movilidad en la escala social, muy débil por cierto. También podemos influir como grupo o clase en esa estructura, en la economía y la sociedad y que el conjunto de trabajadores mejoren su situación social o de renta. Son categorías en las que, por nuestro origen familiar, nos situamos. En algunos casos se cambian gracias a la movilidad social -si tenemos más estudios que nuestros padres lo normal es ascender en la escala-; o se mejora como grupo o clase en su conjunto si hay un movimiento sociopolítico que luche por ello. Por ejemplo, la negociación de un convenio, la subida del salario mínimo o la reivindicación de la jornada de 8 horas en el siglo pasado.

A raíz de la crisis económica que iniciaron los bancos norteamericanos y se extendió como una traca por todo el mundo y todos los sectores. Y, a raíz también, de la globalización, la intervención o influencia en la estructura social y económica de un Estado o de una sociedad se ve como imposible. Si influir en la estructura socioeconómica del país es difícil en la continental o global mucho más. Incluso nos repiten que la única política económica que se puede seguir es la que marcan los gobernantes, no hay alternativa. El tema no es nuevo, son los ecos de la revolución conservadora de la escuela neoliberal del último cuarto del siglo XX, que protagonizaron Reagan y Thatcher, y que alcanzó su punto culminante con la avaricia desbocada en la crisis del 2008. Sin embargo, seguimos creyendo que sólo la actuación individual cambia la situación personal, el ideal individualista norteamericano es el único posible, dentro de la única política posible. Por lo tanto, todos los políticos y sus organizaciones son iguales porque van a realizar unas actuaciones sociales o políticas similares y medrar individualmente. Igual da que nos definamos de izquierdas o derechas, socialistas o democristianos, todos son iguales y solo hay una política posible. Hemos perdido la capacidad de influir en la estructura social y política y por lo tanto en una parte importante de nuestras propias vidas. Y de nuestra identidad. La que venía dada por nuestras opciones.

Siempre queda definirnos por las categorías de nacimiento: la nacionalidad, sexo, raza, milenial, etcétera, pero además de los auténticos: español de los auténticos; alicantino de Hogueras y peregrino a Santa Faz; hombre muy hombre, etcétera. Es buscar la seguridad en la identidad de origen. En el "nosotros", frente a "ellos". El fenómeno no es nuevo, recuerda a los años 30 del siglo XX.

Antonio Balibrea. Sociólogo

y periodista