El cerebro desatiende el ruido de nuestros pasos para que oigamos sonidos que nos conciernen más. Atendemos la paja en el oído ajeno, pero no la viga en el propio.

Necesitamos no oírnos. En el Laboratorio Subterráneo de Canfranc, donde se quiere conseguir el silencio cósmico, hay un espacio que se acerca al silencio absoluto. Cuando entras, oyes el latido fuerte de tu propio corazón, la respiración como una ventolera, la cascada de la saliva, el estómago como una extraña factoría. Es una experiencia difícil, porque el cerebro se concentra en el cuerpo en lugar de obviarlo y produce una enorme aprensión. Los aprensivos escuchan su cuerpo.

A los coches eléctricos, bendecidos por el silencio de su motor, se les añadirá, por imperativo legal, un ruido artificial que advierta a los peatones de su presencia y así evitar accidentes.

Qué horror innecesario.

Cada vez vamos por la calle más confiados en que el entorno no nos la va a jugar, que la jungla del asfalto es una expresión de novela policiaca. Los que crecimos en ciudades con menos tráfico y vecinos, pero en la advertencia continua de "mira para delante", vemos perplejos a los peatones zombis asomados a la pantalla de sus móviles, embebidos en escribir o sonrientes en leer por calles en las que fintan recaderos ciclistas y patineteros eléctricos, ancianos en silla de ruedas y taxis silenciosos. Es como si nunca hubiéramos tenido que movernos en un mundo hostil donde había que buscar las señales, no sólo leerlas.

Más seguro y menos molesto sería trabajar en una aplicación de móvil que advirtiera de otras presencias para que no hiciera falta mirar para delante, como nos recordaba cualquier ciudadano, a veces con capón, cuando éramos pequeños.