Los ingleses son suficientemente ingleses y nada más. Julio Camba decía: "Supieron civilizarse y hacerse europeos sin dejar de ser completamente ingleses". Ahora que el europeísmo les sobra han vuelto a asilvestrarse convenientemente: de ese regreso a las cavernas es fruto Boris Johnson, que ha optado por suspender el Parlamento para salirse con la suya, que no es otra que sacar adelante el brexit sin acuerdo de la Cámara. Maurois definió el parlamento inglés como una válvula de seguridad para que los representantes del pueblo escenificasen sus disturbios y el resto del país se dedicase simplemente a sus cosas. Churchill, en cambio, mucho menos prosaico, se refirió a él como el "santuario de las libertades del mundo". El parlamento de Londres representa otro de los grandes mitos de la anglomanía y a lo largo de los tiempos ha recibido las mismas muestras de respeto y desacato que en otros lugares equiparables democráticamente al Reino Unido. Empezando por la idea de Wellington de edificarlo junto al río para impedir que el pueblo protestase o reivindicase sus demandas sentándose en frente. Pues bien, de manera utilitaria, Johnson ha decidido prescindir de Westminster hasta el 14 de octubre para que nadie puede oponerse a sus planes de salir de la Unión Europea dando un portazo y allanando el camino para un desastre sin precedentes en la reciente historia británica. Su Majestad la Reina Isabel II ha optado por mantener la neutralidad de sus predecesores y aceptar graciosamente el plan de Johnson. A la oposición, que calificó el hecho como un ultraje a las libertades, solo le queda movilizarse en un corto espacio de tiempo, pedir un aplazamiento constitucional del brexit e intentar forzar unas nuevas elecciones generales. Los tories más sensatos deben estar empezando a preguntarse si ha sido buena idea darle aire a esta especie de bufón patéticamente obstinado que es Johnson.
