Un modesto hecho: la mayoría de la gente desprecia o detesta a los políticos. En el mejor de los casos los observan con renuente desconfianza y los sobrellevan como una tortícolis, un golondrino o un colon irritable. Hace años se defendía que este desprecio era deudor de la doctrina antipolítica que impuso ideológicamente el franquismo. Para el franquismo la actividad política era división, enfrentamiento, disolución de las instituciones más sagradas y colapso de la patria. La política debería reducirse a la gestión cotidiana bajo una única bandera y un Caudillo providencial. Puede ser. Pero las opiniones de italianos, franceses o británicos sobre sus respectivas clases políticas no son sustancialmente mejores que la de los españoles. Una amplia y emporcada corrupción no es ajena a tanta unanimidad. Durante unos pocos años revivió la ilusión política, que incluye la admiración por flamantes líderes regeneradores. Actualmente da bastante vergüenza leer apologías y panegíricos de Pablo Iglesias -el Timonel de la Dulce Sonrisa de la izquierda anticasta- y de Albert Rivera -un Kennedy, un Robespierre, un Macron- porque, salvo para fieles y paniaguados, ambos son ya material de derribo, es decir, políticos profesionalizados, aportaciones antropológicas al hartazgo infinito del vecindario emputecido.

Ojalá existieran políticos verdaderamente profesionales que cumplieran con las tres cualidades decisivas que les exigía Max Weber: la pasión, el sentido de la responsabilidad y la mesura, se entiende que desde una solvencia directiva y gestora, técnica u organizativa. Existen muchos políticos viviendo de los presupuestos públicos desde el siglo pasado, pero los políticos profesionales que cumplan las condiciones weberianas son escasos. Este país tiene un problema grave de selección de sus élites. Lo más asombroso es que resultan incontables los políticos que entienden que se merecen el cargo que ocupan, sean alcaldes, presidentes, ministros o directores generales: allí, precisamente allí, en ese despacho, sus méritos impiden que luzca un tipo que no sea él. Recuerdo a un señor que ejerció como mandamás de Arafo durante décadas y que me explicó un día que, sencillamente, su madre había parido a un gran alcalde. ¿Cómo iba a oponerse a su destino? En realidad, salvo casos muy contados, el merecimiento es, por decirlo suavemente, una ficción propia o una micción ajena: ocupas una consejería, un escaño o una secretaría de Estado porque el líder o la élite de tu partido te ha tocado con el dedo divino o porque se te ha incluido en una lista electoral cerrada y bloqueada a la que el votante debe apoyar al margen de su conocimiento o valoración que le merezcan sus integrantes. "Un político tiene que vencer cada día y a cada hora a un enemigo muy trivial, y demasiado humano", escribió Weber, "la muy común vanidad". He conocido a muchos en los últimos treinta años. En ese combate cotidiano la inmensa mayoría se rinde antes de diez minutos.

Durante más de un lustro los líderes y las burocracias partidistas, que necesariamente conocen ese rechazo creciente y hastiado, se han dedicado a cebarlo desde el cinismo, la irresponsabilidad y la desmesura. Están socavando campaña a campaña, elección tras elección, la legitimidad democrática de las instituciones en las que medran. Y no ocurrirá nada, por supuesto, hasta que ocurra.