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OBSERVATORIO

Plagio y responsabilidad política. Moral y relatividad

Cuando entré en la Universidad, siendo muy joven, quien fue y es mi maestro me impartió una instrucción que nunca olvidé y que he transmitido a todos los que conmigo han trabajado: el plagio, entendiendo por tal la copia literal sin citar el origen o el uso de ideas ajenas sin indicar su procedencia, aunque no se tomen al pie de la letra, constituye una actitud deshonesta que desmerece al profesor universitario, niega sus méritos al autor o creador y trunca el desarrollo y la dignidad de la propia institución centenaria.

Toda obra de investigación se basa siempre en los resultados obtenidos hasta ese momento por quienes anteriormente han trabajado en ese campo. Nadie en el mundo del derecho parte de cero y crea un todo absoluto y novedoso. El progreso es fruto, pues, del estudio, del conocimiento y de la aportación de una nueva visión de las cosas, posible siempre si se comprende desde la modestia de lo parco de toda novedad frente a la ingente información y creación existentes.

Hay ideas, conceptos y nociones que, por su generalidad, forman parte del acervo común, siendo por tanto innecesario citar a quienes las exponen, salvo en los trabajos primeros en los que debe demostrarse que el joven profesor o investigador ha leído a los clásicos en una materia, que los conoce suficientemente. Definir lo que es un contrato no parece que deba ser refrendado por una cita, si bien, si se asume una definición literal de otro, debe citarse a éste por honestidad.

El plagio, por tanto, tiene una doble dimensión: la copia literal, exacta de frases de procedencia ajena, sin citar al autor y la reproducción de ideas, aunque no se usen las mismas palabras, novedosas de terceros o propias de estos, sin indicar su procedencia, haciéndolas aparecer como creación personal. En ambos casos se trata de una apropiación que revela, de forma indudable, falta de honestidad y de respeto por el esfuerzo ajeno y desprecio a la institución universitaria.

No es plagio la reproducción de lo propio en otros trabajos, incluso aunque a veces no se indique su procedencia por ese escrúpulo a citarse a uno mismo que impone la humildad, consustancial al trabajo científico, callado y razonado. Si un autor ha elaborado una idea y la reproduce en otro trabajo posterior, de forma parcial, no plagia a nadie, ni copia a nadie. Un cómico que repite la actuación o un cantante que vuelve a cantar su canción, no plagia.

Dicho todo esto, es evidente que el plagio, más allá de sus consecuencias jurídicas, civiles, penales o administrativas disciplinarias, constituye una conducta vil en el ámbito universitario, que debe producir sus efectos inmediatos. Quien no se comporta éticamente y declara como propio lo que no es dudosamente puede ser considerado un investigador, pues nunca se sabrá, o será difícil saberlo, si lo publicado es obra personal o de tercero oculto, máxime en estos tiempos en los que es tan fácil hacerse con obras de procedencia casi exótica.

Ahora bien, dentro de esa labor de acopio de lo ajeno, que es común cuando se parte de lo existente, aunque debe indicarse el origen, hay diferencias notables entre quien toma mucho o poco, sustancial o accesorio, datos comunes, conceptos básicos o elementos novedosos que cuentan con la nota de la individualidad de su autor. El plagio será más o menos grave según lo copiado. Éticamente siempre será reprobable, aunque el reproche no sea el mismo. Jurídicamente, no tanto. En el caso de copia de una idea de otro, se está ante un atentado a la personalidad y la creatividad de un tercero; cuando se trata de trasladar, por vagancia muchas veces, formulaciones comunes, conocidas como tales o datos objetivos, habrá copia, pero no plagio en el sentido de afectar al derecho a la propiedad intelectual. Aunque, en todo caso, un atentado a la ética universitaria, que es lo que importa, que revela falta de profesionalidad, de la mínimamente exigible en esta sagrada profesión.

Ahora bien, dicho esto, mi posición respecto de las consecuencias en el mundo de la política son las mismas que sostengo cuando hablo de efectos de posibles denuncias de presuntos acosos frente a personas a las que se quiere condenar a la pena de inhabilitación perpetua. No creo en la ética política, es un oxímoron, que tantas veces se constituye en medio para zaherir y eliminar al adversario, siendo la misma conducta leal o pecaminosa según el autor. Y no creo que el Estado deba administrar éticas, pecados y reproches morales para ordenar la entrada o permanencia en una actividad que, legalmente, solo se puede prohibir cuando el sujeto es inhabilitado judicialmente.

Nadie puede exigir más de lo que la ley impone y mucho menos los adversarios políticos o los medios de comunicación que le son desafectos y que no dudan en salvar al cercano por los mismos hechos. Hay que tener cuidado extremo con las éticas relativas y el uso selectivo de la moral. Y no se puede condenar a inhabilitación socialmente a quien no lo es legalmente. Otra cosa sería que no se votara a quien no merece confianza, pero ni los partidos, ni los medios pueden imponer penas que la ley no contempla. Más aún, debería la ley procurar evitarlo.

José María Asencio Mellado. Catedrático de Derecho Procesal

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