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Reflexiones

El mal de Pandora

Siempre hay una primera vez. Y, aunque se crea estar preparado para ello, no es así en absoluto. La experiencia lo puede todo, incluso con el poder de la razón y el mejor de los ánimos. Lo cuento para que se sepa lo que es la derrota de la civilización y la pérdida de la esperanza. La sensación que produce que la policía o la Guardia Civil entren en un centro educativo es bastante curiosa y, si además su destino es la práctica de una detención, ya no les digo. A la perplejidad de los adultos se le suma el morbo de los adolescentes, distraídos inesperadamente de sus obligaciones académicas. Los protagonistas de la acción, quiero decir los menores que son objeto del proceder policial, si bien no lo parece, aceptan con resignada actitud el que se los lleven a comisaría. Por supuesto, hay un protocolo no escrito, en cierta manera gobernado por el sentido común, para que ni los grilletes, en caso de emplearse, ni cualquier otro elemento similar sea el foco de atención del resto de los compañeros de instituto. Evidentemente, tampoco se permite que el momento sea captado por los dispositivos móviles, y mucho menos difundido en las redes sociales. Antes que nada, discreción y respeto por lo que significa el lugar de enseñanza.

Estando de profesor en el sur de Gran Canaria, y hasta me cuesta rememorarlo, fui testigo a la par que protagonista de la visita de la benemérita. Omito los detalles que puedan señalar a terceros, pero, tras lo ocurrido en el IES Fernando Quevedo de Madrid, es necesario dar a conocer los hechos. Justo en el recreo, ejerciendo de docente de guardia, veo que una pareja de agentes pasa por mi lado, en dirección al extremo opuesto de donde me ubicaba en aquellos instantes, a comprobar los desperfectos ocasionados por algunos vándalos que habían arrojado piedras al interior del recinto el día anterior. Todavía no sé por qué, pero me di la vuelta y fijé la mirada en un par de chicos en actitud claramente sospechosa. Un individuo, desde el exterior, entregaba cierta sustancia a uno de los chicos del centro previo intercambio de una cantidad de dinero. Podría haber reaccionado de otro modo, mirar para el celaje y dejar que las cosas sucedieran sin más, pero uno es como es, aparte de que enseña Ética a los menores. Y me ganó la conciencia. Mandé llamar a los agentes y, al rato, se presentaron preguntando por lo ocurrido.

Informados sobre el particular, van en busca del alumno y lo cachean, formándose tal revuelo que casi parecía la entrada de una discoteca en hora punta un sábado por la noche. Descubren que, entre sus pertenencias, guarda una pieza de hachís de tamaño considerable. Ante el hallazgo, y ojalá, queridos lectores, vieran en mi memoria lo que voy a describir, uno de los miembros de la Guardia Civil me dirige la palabra y me pregunta: "¿Qué hago ahora?" Él, la autoridad competente para el caso, solicitaba mi ayuda para que le ofreciera una orientación sobre lo qué hacer, porque, ante la imposibilidad de entender lo que pasaba, su inteligencia claudicaba. Sus ojos, que contrastaban con el verde impecable de su uniforme, eran la viva manifestación de la impotencia. Me repuse y le contesté lo mejor que supe dadas las circunstancias: "Yo no puedo irme de aquí, estoy de guardia; por favor, vaya hacia las oficinas de gobierno del centro y hable con un responsable".

Han pasado los años, incluso las décadas, pero no me arrepiento de la decisión. Hice lo que debía y volvería a hacerlo. Mi trabajo va más allá de lo personal, puesto que es un compromiso y una responsabilidad. Un compromiso con los menores y una responsabilidad hacia los padres. Así lo entiendo y así lo hice patente en aquella ocasión. Sin embargo, no todos realizan el mismo juicio, ni siquiera idéntica reflexión. El día después de lo acontecido, el director del centro mandó llamarme y, para mi sorpresa, reprendió mi conducta. Es más, ni siquiera llegaba a comprender mi actitud, pese a los elementos de conciencia que le expuse. Y no sigo, porque por más razones que diera, sólo abriría una herida que, pese al tiempo, todavía está por cicatrizar. El mundo de la educación, el real y no el de las películas, es complejo, extraño en ocasiones.

Cuando dos niñas se pelean en las inmediaciones de un instituto, cuando el resto graba la agresión, cuando se jalea para que se hagan el mayor daño posible, cuando, en suma, se mira para otro lado, la responsabilidad ya no es únicamente de los que están allí, ni siquiera de los menores. Es una responsabilidad que trasciende a los chicos y llega al seno de la sociedad. Cada uno tiene un grado de compromiso, si se quiere de responsabilidad. Yo, y hablo en primera persona hasta con orgullo, cumplí con uno y ejercité la segunda. De los demás, no puedo decir lo mismo. Ni en la guardia docente de aquella primavera en que me convertí en improvisado agente del orden ni en el freno del acoso a la niña golpeada por sus compañeras en el barrio de San Blas de Madrid. Pasan los siglos, incluso los milenios, pero el hombre no cambia. El mal de Pandora, o, lo que es lo mismo, la suspensión de la conciencia, tanto individual como colectiva, pervive por siempre.

Juan Francisco Martín del Castillo. Doctor en Historia y profesor de Filosofía

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