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Drogas: el discurso del silencio

Como de Santa Bárbara, hay quien solo se acuerda de las drogas cuando truena en sus oídos. Y es que los problemas sociales se priorizan a gusto del consumidor. Si a la sociedad le importa un carajo el asunto, el tema se cae de la agenda. Así es y así seguirá siendo. Quizás sea esta la razón por la que el consumo de drogas ha pasado a ser un asunto de menor trascendencia. Ni es políticamente correcto dar la vara con el tema, ni se tiene puñetera idea de qué hacer con este marrón. Con este panorama, mejor opinar sobre otros males que se les atraganten menos a tirios y troyanos. Eso sí, no por mucho negar la realidad se eliminará el problema. Muy al contrario, sigue agravándose.

Apenas han cumplido los quince y ya son víctimas de la permisividad social del consumo de drogas. No hay semana que pase sin que escuche la misma historia: menor de edad, consumidor de drogas y con unos comportamientos antisociales que llevan por mal traer a cuantos les rodean. Cuestión de derechos, me dicen quienes defienden que todos tenemos libertad para hacer lo que nos venga en gana con nuestro cuerpo y mente. Poco parece importar que, a tan corta edad, los chavales sean incapaces de gestionar la información interesada con la que se banaliza el consumo de drogas. Digo yo que algo tendrá que ver la anomia social en la que nos desenvolvemos. Y es que, hoy en día, todo vale.

¿Saben ustedes cuántos adolescentes andan jodiéndose la vida con el consumo de drogas, en este país? Pues, en números redondos y siendo un rato conservador, uno de cada cuatro. Ya ven que no es cosa baladí y poco importa si hablamos de alcohol, maría o farlopa, porque todo acaba de igual manera. Por cierto, que nos pillen confesados con el boom de los cannabinoides sintéticos porque nos lo estamos tomando con cierta desgana. Vayan preparándose para lo que nos viene encima porque lo del "spice", "pescao" o como gusten en denominarlo, ha pasado de ser la noticia tonta del verano a representar un drama de narices. Los números se disparan, pero nos hemos anestesiado ante su magnitud. Supongo que ese síndrome amotivacional -vaya, el pasotismo- que caracteriza al consumo de ciertas drogas, ha acabado extendiéndose en la opinión pública. Efecto colateral, supongo.

No espero que la preocupación social por el consumo de drogas -y, en consecuencia, el interés de los gestores públicos- vuelva a ser el de hace años. Puede que entonces alarmara mucho más la inseguridad ciudadana que el propio daño para la salud pública. Pero una cosa es desviar la atención y otra, bien distinta, perder todo cuanto se ha ido avanzando. De ahí que sea llamativo el abandono de la prevención escolar o la atención a colectivos con mayores necesidades asistenciales. Difícilmente se puede afrontar un asunto de tal magnitud si no se dispone de los medios adecuados. Más aún cuando se pierden los que existían. Vamos hacia atrás y los datos así lo demuestran. Si el problema sigue situándonos a la cabeza de Europa, cuando menos habrá que evitar que se nos vaya aún más de las manos.

Para ser sinceros, lo que realmente preocupa a un servidor no es la mayor o menor dotación de recursos materiales y humanos. Cierto es que los presupuestos son cada vez más escasos y que hacemos los cestos con los mismos mimbres que teníamos hace dos décadas. Más grave es la apatía -o la cobardía, según se vea- de quienes debieran condicionar el discurso social en este ámbito. Por aquello de que todo el mundo es experto en esta materia, acabamos inundados de opiniones que carecen de evidencia científica alguna. Libertad de expresión, me dicen. Discurso de la confusión, les contesto. Y del silencio, leches, que aquí sobran los que callan y otorgan con su mutismo. Porque si algo se puede -y se debe- hacer en este asunto, es informar con veracidad y contrarrestar los discursos dañinos y malintencionados. No busquen a quienes tienen la obligación de hacerlo porque, ni se les ve, ni se les oye. Para cumplir con esa función -la de informar debidamente a jóvenes y no tan jóvenes- no es preciso consignar gasto alguno. Basta con hacerlo. Nada más.

El mundillo de las drogas -incluyendo el alcohol, por supuesto- vive inmerso en la desinformación constante. Nos cuentan que en países como Uruguay, Canadá o Estados Unidos se vende marihuana libremente. Sin más argumento que unos titulares de prensa, abundan quienes aprovechan para importar la medida y exigir la legalización de su producción y venta por estos lares. Dicen que así se disminuiría el consumo y se eliminaría el tráfico ilegal. Me pregunto si han estado allí, si conocen la realidad. Hablan de oídas. Ya podrían explicarme por qué en solo uno de cada cinco consumidores compra esa marihuana legal, mientras que los otro cuatro siguen haciéndolo en el mercado negro. En términos de salud, el experimento no funciona y el consumo de marihuana se ha incrementado en los tres países después de la legalización. Otra cosa es que sea un auténtico filón para obtener ingresos fiscales. Prohibir no es efectivo, pero legalizar tampoco. Habrá que estrujarse algo más los sesos, digo yo.

Mientras callan quienes debieran hablar -obviamente, los responsables públicos-, la percepción del riesgo sigue disminuyendo entre los adolescentes. Lo jodido es que nadie coja al toro por los cuernos y confronte a los mentirosos con la realidad. Los chavales creen a pies juntillas que la marihuana cura todo tipo de males; que la cerveza y el vino son buenos para el corazón y disminuye los niveles de colesterol; o que la cocaína no es tan dañina si solo te empolvas la nariz los fines de semana. Pues vale. Incluso hay quien ya ha encontrado su negocio abriendo consultas -médicas, por supuesto- para entrenar a la peña en un consumo "responsable" de todo tipo de drogas. Y, por supuesto, nadie cierra estos chiringuitos. Otro gallo cantaría si el trato hacia estas drogas fuera similar al que reciben las pseudoterapias o esos fármacos defectuosos que, cada año, van siendo retirados. Bastaría con aclarar que no toda libertad conlleva un beneficio en términos individuales y colectivos. Pero, en el caso que nos ocupa, ni el capital se mueve en la misma dirección, ni los réditos electorales son los mismos. Mejor callar.

En fin, cambiar el discurso del silencio no cuesta un chavo. Solo es cuestión de ponerlos encima de la mesa y decir las cosas claras. Así de simple.

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