Es un pelín asombroso que Julio Pérez -consejero de Presidencia, portavoz del Gobierno autónomo y una de las figuras más experimentadas y sólidas del gabinete- admita que las previsiones del anteproyecto de ley de presupuestos generales "estén en buena parte" sujetas a factores ajenos al Ejecutivo, como la estabilidad política en España y la evolución de la economía. El consejero Pérez se refería principalmente, como es obvio, a los ingresos previstos, pero es que lo mismo le ocurría al Gobierno anterior, el presidido por Fernando Clavijo: hace un año Pedro Sánchez se había olvidado de convocar las elecciones que prometió al triunfar la moción de censura a Mariano Rajoy. No existía presupuesto. No existía siquiera plena seguridad sobre su aprobación. Sánchez escalaba lentamente en el gasto social -y lo hizo incluso, y más intensamente, después de fracasar su proyecto presupuestario- mientras que en Canarias -por ejemplo- se sancionaba una ligera bajada de impuestos. En octubre de 2018 ni esta comunidad autonómica ni ninguna podía saber de un presupuesto inexistente, ni que el Gobierno central se negaría a entregar las cantidades actualizadas a cuenta de la financiación económica, ni que la bajada del consumo sería tan pronunciada: el PIB bruto de ese año creció un 2,4% y el PIB per cápita 2,2%. El portavoz está reclamando comprensión hacia unas condiciones muy similares a las que debió enfrentar el Ejecutivo que le ha precedido.

El presidente Torres parece decidido a buscar bajo las piedras -y en los tejados de cabildos y ayuntamientos- los dineros para salvar su "programa social". El problema fiscal en las ínsulas baratarias es que se trata de un país relativamente pobre aunque capaz de generar riqueza. El porcentaje de ciudadanos que gana más de 90.000 euros anuales es ridículo y exprimirlos un poco más no supondrá grandes recursos para la hacienda autonómica. Lo mejor, por tanto, es incrementar los impuestos indirectos a empresas y particulares. Por supuesto que es una opción. Lo que parece preocupante es que esa política fiscal -que no se prepara para afrontar una situación crítica concreta, sino para financiar nuevos derechos y fortalecer y ampliar servicios públicos: es un gasto con vocación estructural- no se inserta en una estrategia económica gubernamental. Algún despistado ha hablado, entre el elogio y la burla, de la política keynesiana del Gobierno de Canarias, pero esto no tiene nada que ver con el keynesianismo, que no defendía dirigir recursos hacia el gasto social, sino hacia la inversión pública en obra civil, transportes o investigación y desarrollo: eso es una política anticíclica. Más propio de Lord Keynes y sus acólitos era o parecía ser el Plan de Desarrollo y Cohesión de Canarias. Contra lo que asombrosamente -sí, todavía me asombro- se insinúa los que decidían los proyectos del PdCan no era el Ejecutivo regional, sino los cabildos y ayuntamientos. El Gobierno se limitaba a aprobarlos con escasa resistencia en general, desde el siempre discutible supuesto de que ayuntamientos y cabildos conocían mejor las prioridades de islas y municipios. Torres quiere reprogramar los proyectos incluidos en el PdCan: deberá hacerlo desde un respeto exquisito a las corporaciones locales si no se resigna a follones institucionales.

Canarias necesita una política fiscal al servicio de una política económica y no al contrario. Una política para los próximos años de transformación estructural, concentración empresarial en un mercado regional, diversificación económica, innovación sostenida, excelencia educativa, capturas de oportunidades de inversión y persecución despiadada de la productividad.