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De paso

Unamuno: pasaje a la inmortalidad

Salí del cine con mal cuerpo, pero todavía se me puso peor cuando no lograba aclararme por qué lo tenía. Esa es la primera impresión tras ver Mientras dure la guerra. Mal cuerpo. En previsión de esa oscura sensación, evito ver cine sobre nuestra Guerra Civil. Cuando me presentan las miserias de aquel tiempo, enfermo. Si me muestran los actos heroicos, todavía enfermo más. No soporto ni la inundación del mal ni la esterilidad del bien. Nada me impide contagiarme de los elementos de generosidad que hubo en tantos seres humanos de aquel tiempo (sobre todo la emocionante Brigada Lincoln y el firme corazón de los ingenuos anarquistas), pero la melancolía de que toda aquella heroicidad fuera vencida me llena de amargura. Los vencidos, cuando lo son de verdad, no se regodean en el recuerdo de lo buenos que fueron, sino que viven para preguntarse por qué fueron derrotados.

La película me interesaba por cuestiones corporativas: quería ver a Unamuno. Lo he explicado en mis clases y deseaba ver cómo lo trataba el cine. Creo que Amenábar nos ofrece un Unamuno verosímil. Yo no soy un experto en cine, así que no haré un análisis cinematográfico erudito. Alcanzo a ver que estamos ante un producto comercial, con su técnica a veces demasiado evidente, un poco efectista. Hablamos de la industria del cine y eso tiene sus obligaciones. Sinceramente, creo que lo peor del film es la música, carente de sutileza y de matices. Si estamos ante un Unamuno imposible de mitificar, la música no acompaña ese objetivo, es efectista y altisonante, y demasiadas veces se anticipa al clímax. Más que acompañar el drama, lo encierra en una atmósfera de cartón piedra.

La lección que se puede extraer de esta película es doble. La primera tiene que ver con lo que significa ser intelectual en aquella España. La segunda, con lo que significa el poder franquista. Esto es lo que se está jugando en toda la doble trama de la película, el drama íntimo de Unamuno, y el que se desarrolla en los sembrados del verano, en las cunetas, en los amaneceres quebrados por los disparos. En medio, la Salamanca de anchos muros, dominada por la casa de las Escuelas, imponente, un escenario al que van a confluir los dos lados de la trama. Vencerá el poder. Uno de los efectos de ilusión de la película es que vence Unamuno. No es así. Eso no sucedió. La película no quiere mitificar a Unamuno y no lo hace.

En mis clases solía caracterizar a los intelectuales de ese tiempo en dos categorías: intelectuales parias e intelectuales carismáticos. Luego estaban los parias y carismáticos, uno de cuyos ejemplos sería Blasco Ibáñez. Parias fueron Azorín, Maeztu y Valle, carentes de posición social, necesitados de ganarse el pan a la orden de un periódico o de un jefe político como De la Cierva. Carismáticos eran Ortega y Unamuno, que deseaban un público como palanca de regeneración de España. Siempre estuvieron animados por un sentimiento de superioridad y se consideraban trascendentes respecto de un pueblo que crearían. Azaña también era uno de ellos. Por eso no se tragaban entre sí. Eran los grandes jefes de horda de España. Lo vio muy bien Giménez Caballero cuando escribió su Azaña. Unamuno fue el primer intelectual de este tipo, pues el pobre Ganivet no podía serlo.

Cada vez que Unamuno conectaba con la realidad española, y para mostrar su superioridad, tenía que pensar lo contrario de lo que escuchaba. Pensador reactivo frente a la circunstancia, el desplazamiento continuo de su pensamiento era una prueba de superioridad. Cada uno de los españoles se quedaba con una parte, una perspectiva, y solo su inteligencia superior las reunía todas. Ortega dijo de él que contradecirse era su método para escribir todos los días en varios periódicos, entre ellos en LV-El Mercantil Valenciano. Sus artículos los editó Laureano Robles en la Biblioteca Valenciana. Ortega añadió que escribir todos los días en varios periódicos era el método de dar de comer a sus diez hijos.

Esas eran las condiciones materiales de su figura intelectual, que contrasta de forma intensa con su tensión mesiánica, que llegó al extremo en Vida de Don Quijote y Sancho. Lo más valioso de la película de Amenábar reside en esas escenas en las que nos presenta a Unamuno como un pobre quijote dispuesto a luchar contra los últimos molinos de viento que lo han engañado. Ese golpe sordo, aturdido y mareado, con las piedras de la dorada Salamanca le hace regresar al principio de realidad. En todo caso, Unamuno es de piedra también, y se lo dicen. Como figura carismática, adopta la dimensión paternal ante la viuda del alcalde de Salamanca. "Ya os lo avisé", le dice. En realidad, como don Quijote, tiene una mínima conciencia de lo que pasa a su alrededor. Pendiente de su propio sufrimiento, no percibe lo que se encamina a ser la tragedia de un pueblo entero. Incrédulo, se niega a alterar sus percepciones porque no concede a nadie autoridad sobre sus opiniones. Su egocentrismo es de tal índole que por un momento cree que todo seguiría igual tras el Alzamiento.

"Todo igual" significa su Universidad, sus clases y su tertulia en el café de la plaza Mayor. Sólo porque la tragedia afecta a sus dos íntimos amigos de tertulia, llega a comprender algo de lo que pasa. Momento crucial de la película, la desaparición y cobarde ejecución del pastor reformado Atilano Coco y del rector de la Universidad de Granada, Salvador Vila, lo lleva a pulsar la realidad que se cierne sobre España. Y lo que se cierne no tiene excusa. Sólo por una carencia radical de principios puede Unamuno pensar que la República, su amada República, símbolo de su lucha personal contra Alfonso XIII, sobrevivirá al golpe de Estado. Lo demás es secundario. Unamuno carecía de una idea objetiva (no sometida a sus vaivenes y ocurrencias) de lo que es una República. Esa idea debía haber sido el límite de su carisma. Principio de legalidad, carácter administrativo y no directivo del ejército, división de poderes, desde luego; pero por encima de eso, comprensión objetiva del carácter imprevisible de los acontecimientos una vez que se violan esos principios y todo se dirime en un juego de intrigas entre generales que se conocen bien.

En resumen: el tipo de intelectual que representa Unamuno es pasto fácil para los poderosos. Y eso es lo que nos lleva a la segunda lección. Mientras nosotros cambiamos de opiniones creyéndonos libres y sabios, superiores, otros ordenan su conducta por principios subjetivos firmes, constantes, capaces de atravesar el cuerpo y el alma. Ese es el anti-Unamuno de la película, Franco. Todo en el drama obedece a sus hilos, ayudado por Millán-Astray, que llevan a Unamuno, en una sutil provocación, a que se le suelte la lengua. Y se le suelta. Han matado a sus amigos. A él no pueden matarlo. Han de buscar una salida sutil. La conversación con Franco y doña Carmen es una de las mejores escenas de la película y permite comprender ese aire de ausencias con que Franco lo hace todo.

Al final, en el momento oportuno, Franco no está. Entonces Millán-Astray provoca con toda su fuerza a Unamuno, que viene de recordar al Cristo y la inmortalidad. Al final habla. Todos saben que es la mejor manera de neutralizarlo. En el momento mítico, doña Carmen le ofrece su brazo y Unamuno lo recoge. La imagen se congela presagiando un abrazo de reconciliación futura. Pronto intuimos que ella ya ha hecho la parte de su teatro. Todo rebuscado, sagaz y eficaz, propio de un militar que aprendió de la arcaica y retorcida mentalidad bereber. Unamuno espera la muerte y la inmortalidad, recluido en su casa, neutralizado. No molestará más. Franco está ausente, pero todo lleva su firma.

José Luis Villacañas. Catedrático de Filosofía

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