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OBSERVATORIO

La evitable agonía de la plusvalía municipal

Con la perspectiva que ofrece el tiempo se podrá analizar con detenimiento cómo se expulsó del ordenamiento jurídico un impuesto municipal que convivió en nuestro sistema tributario durante treinta años sin presentar una conflictividad reseñable, y cuya falta de acoplamiento a la realidad económica de los últimos años (muy distinta a la del momento de su regulación) ha llevado a un descuartizamiento paulatino que, a día de hoy, no ha finalizado.

Antes de la aprobación en 1988 de la Ley de Haciendas Locales, norma que regula el Impuesto sobre el Incremento del Valor de Terrenos de Naturaleza Urbana, comúnmente conocido como plusvalía municipal, ya se cuestionó a través de una enmienda la posible ilegalidad de unos preceptos que partían de la errónea premisa de que el mercado inmobiliario era siempre ascendente y, por tanto, en todas las transmisiones se ponía de manifiesto un incremento del valor del terreno. Pese a las dudas que albergaba esa idea y la utilización de una técnica legislativa más que mejorable, que incluso negaba al contribuyente la posibilidad de demostrar el decremento del valor del suelo, la norma fue aprobada y la explosión del boom inmobiliario ayudó a ocultar las deficiencias de los artículos reguladores del impuesto.

Pero la burbuja inmobiliaria se desinfló y, a partir de 2008, las transmisiones inmobiliarias ya empezaron a realizarse con pérdidas y, pese a ello, los contribuyentes tenían que ingresar el impuesto que contradictoriamente les gravaba una ganancia que no había existido. En ese contexto de crisis, la litigiosidad en torno a la plusvalía municipal aumentó de manera exponencial, encontrando su primer hito relevante en la Sentencia del TC de mayo de 2017 que, resolviendo la cuestión de inconstitucionalidad planteada por el Juzgado de lo Contencioso Administrativo de Jerez de la Frontera, declaró la inconstitucionalidad parcial de los artículos 107 y 110 de la Ley de Haciendas Locales "solo en la medida en que no han previsto excluir del tributo las situaciones inexpresivas de capacidad económica por inexistencia de incrementos de valor".

Sin embargo, la falta de precisión del Tribunal Constitucional sobre el alcance y efectos de su sentencia produjo una innecesaria inseguridad jurídica que llevó a los distintos órganos judiciales a realizar su particular interpretación de lo que realmente quiso decir, pero no dijo, concibiéndose a partir de ese pronunciamiento diferentes corrientes entre las que destacaba la "maximalista", que defendía que toda liquidación de la plusvalía debía ser anulada en la medida que los preceptos reguladores del tributo habían sido expulsados del ordenamiento jurídico.

El Tribunal Supremo, en su Sentencia de 9 de julio de 2018, pacificó considerablemente el desconcierto que se generó entre los contribuyentes, los ayuntamientos y los juzgados; y rechazó la validez de la "tesis maximalista", matizando que las liquidaciones o autoliquidaciones en concepto de Iivtnu solo podían anularse cuando se probara por parte del contribuyente la existencia de una pérdida de valor en la transmisión. Al margen de lo anterior, la novedad de esa sentencia fue la admisión de un principio de prueba para acreditar la pérdida del valor del terreno consistente en las escrituras de compra y venta. Una vez aportada esa prueba, sería el Ayuntamiento el obligado a justificar la producción del hecho imponible y, en consecuencia, que en esa transmisión existía una plusvalía en el valor del terreno.

Pero la cosa no quedaba ahí. Salvada la discusión sobre la evidente improcedencia de exigir el impuesto cuando se probara la inexistencia de ganancia se abrieron diferentes frentes enfocados principalmente a cuestionar el método de cálculo del impuesto en los casos que se habría producido una ganancia. Y la crítica encerraba una lógica abrumadora pues al tratarse de un impuesto que se calcula de manera objetiva (es decir, no atiende al incremento realmente producido sino que se determina fundamentalmente en función del valor catastral del inmueble y el período transcurrido) no era infrecuente el caso en que la deuda tributaria era superior a la ganancia realmente obtenida.

Esta situación también ha venido a ser corregida por el Tribunal Constitucional, a raíz de la cuestión de inconstitucionalidad formulada por el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo de Madrid, en la reciente Sentencia de 31 de octubre de 2019, cuyo contenido íntegro estamos a la espera de conocer. En la nota informativa de dicha sentencia se argumenta que cuando existe un incremento de la transmisión y la cuota que sale a pagar es mayor al incremento realmente obtenido por el ciudadano, se estaría tributando por una renta inexistente, virtual o ficticia, produciendo un exceso de tributación contrario a los principios constitucionales de capacidad económica y no confiscatoriedad.

Y, si no fuera suficiente lo anterior, el Tribunal Supremo todavía tiene pendientes de resolver cuestiones de enorme trascendencia en la aplicación de lo que queda del impuesto, como son la posibilidad de revocar liquidaciones firmes que gravaron situaciones inexpresivas de ganancia alguna o la actualización de los valores de adquisición de acuerdo al IPC.

Llegados a este punto, la situación es rocambolesca ya que tanto el Tribunal Constitucional (en 2017) como el Tribunal Supremo (en 2018) emplazaron al legislador a acometer una reforma urgente de la Ley de Haciendas Locales para regular el tributo respetando principios esenciales de nuestro sistema tributario como son el de no confiscatoriedad y capacidad económica. Reforma que en buena medida por la parálisis legislativa que sufrimos desde hace unos años se ha quedado bloqueada en el proyecto de ley presentado en el Parlamento y que, en esencia, elimina el pago del impuesto en las ventas realizadas con pérdidas y modifica el método de cálculo.

Hasta que esa reforma se apruebe definitivamente la paradoja es que este tributo, cuya regulación ha sido atemperada a golpe de sentencias, sigue vigente y no son pocos los Ayuntamientos que siguen girando liquidaciones o admitiendo autoliquidaciones (según el régimen escogido) sin reparar en todas las cuestiones relatadas. Y no son pocos los contribuyentes que siguen ingresando la deuda tributaria sin cuestionar la legalidad de la misma.

Sin embargo, todo lo anterior se podía haber evitado. De no existir la situación de bloqueo político y por ende legislativo que venimos padeciendo estos últimos años, la imprescindible reforma legislativa debió haberse acometido acogiendo la jurisprudencia citada, sin tener que exigir del poder judicial esa continua depuración en la materia expulsando del ordenamiento jurídico preceptos que abiertamente quebrantaban principios básicos del sistema tributario y aclarando las deficiencias regulatorias del tributo, pues de lo que se trata es de garantizar la máxima seguridad jurídica y causar el menor perjuicio a los ciudadanos.

Con todo, lo peor es que este auténtico culebrón todavía no ha finalizado.

Pablo Tejedor Jorge. Abogado

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