La Provincia - Diario de Las Palmas

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EN VOZ ALTA

Todo vale y nada sirve

Toda reforma constitucional y cualquier modificación sustancial de la estructura territorial de España debe ser fruto de un consenso que abarque a derecha e izquierda. Un acuerdo del nacionalismo solo con la izquierda, máxime si es consecuencia de un pacto con contraprestación inmediata, es inútil para erigirse en solución definitiva y está condenado al fracaso. La cuestión de la unidad de España y la existencia de entes territoriales con más o menos identidad y esencialidad es tan profunda que no puede solventarse en un pacto de investidura y solo por quienes lo reclaman o apoyan a cambio de un precio que, por la prisa o necesidad, podría ser excesivo y flor de un día. Negociar un gobierno poniendo condiciones de Estado es desproporcionado. No puede la soberbia equiparar investidura y solución de un problema secular y que precisa de un remedio en el marco de la Constitución y la ley, que, como muchas veces he comentado, no es inflexible y permite, con imaginación, salidas razonables. La seguridad jurídica presupone el respeto a la legalidad vigente. Pretender contraponer ley y seguridad jurídica es algo incomprensible, pues la seguridad jurídica solo la confiere el sometimiento y respeto a la ley. Jugar con los conceptos es ya, en sí mismo, atentar contra la seguridad jurídica. Y las leyes son democráticas, aunque algunos nieguen esa cualidad a lo que no responde a sus exigencias, cuando emanan de un Parlamento igualmente democrático. Cuidado, pues, con las palabras y conceptos. Los carga el diablo.

Creo que hay que partir de la idea de que la independencia es un absurdo en el siglo XXI, una reivindicación propia de tiempos pretéritos, de manera que se han de explorar fórmulas actuales que posibiliten por fin un encaje en la nación española de todas sus partes, que existieron como reinos en el pasado remoto y que deben dejar ya en el olvido ese ser individual que la globalización ha superado y dejado como mero anacronismo. Seguir anclado en un pasado incompatible con el mundo presente, es más irracional y emocional que sensato. La Edad Media no puede seguir siendo el referente de la organización territorial de España, aunque así lo crean nacionalistas instalados en el túnel del tiempo. Ir de la unidad a la dispersión es un error contrario al devenir ordinario de todas las sociedades avanzadas. Ya lo dijo Ortega.

Ese debate actualizado, a su vez, debe partir de las ideas de la solidaridad y la igualdad de todas esas partes que no quiero definir ante la ambigüedad de las definiciones y su enorme carga de emotividad, que no de contenido riguroso. Ningún partido de los llamados progresistas puede ceder ante estos principios y fomentar desigualdades en función de un territorio, una historia remota o de sensibilidades que se remedien pagando por ellas. Abandonar sentimientos a cambio de una soldada reduce el valor mismo de tales sentimientos y anula su credibilidad.

Difícil, pues, un acuerdo con tantos elementos de reflexión. Pero, inevitable. Y, desde luego, impropio de la premura de una investidura y necesario en toda la amplitud de las fuerzas políticas, de todas. Es un asunto de Estado, no de partidos si se quiere que tenga futuro y sea útil. Y de Estado, no entre estados cuando solo existe uno. No elevemos a la condición de tal a quien no lo es por veinticinco votos o abstenciones.

No parece que el momento, pues, sea el propicio para un diálogo que exige calma, prudencia y moderación por parte de todos. No es posible que el secesionismo ataque el sistema, empezando por la figura del Rey, que lo haga a la nación española y a los españoles y que espere comprensión y predisposición al diálogo. Tampoco que la izquierda, nacionalista aunque ser de izquierdas y nacionalista sea un oxímoron, anteponga sus intereses inmediatos al problema que, en lugar de solucionar, puede estar agrandando. Y, en fin, tampoco la derecha está en su mejor momento para abordar este problema cuando su división impide cualquier aproximación sin pagar un precio por ella, el de la radicalidad que generaría más conflictividad. No se olvide este último dato, pues en materia tan sensible la chispa puede saltar en cualquier momento.

En fin, que alguien deberá poner sentido común donde solo hay exceso de sensibilidades o de intereses, perfectamente combinados e indivisibles las más de las veces. Y el sentido común obliga a aplazar lo que no es ni puede ser privativo de un solo sector, el independentista, tampoco mayoritario en Cataluña o de interés de una izquierda que constituye otra mitad en España. Una mitad no puede negociar un futuro que afecte a la totalidad con posibilidades de éxito, de certeza y de estabilidad.

Así las cosas, lo razonable sería explorar un acuerdo que no abordara el asunto territorial de forma precipitada o que éste fuera determinante de la formación de un gobierno. No se dan las condiciones y las consecuencias pueden ser funestas para todos e inútiles para solucionar lo que exige el concurso de todos. Habrá que hacerlo, pero cuando se den unas condiciones que no se presentan en este momento. El diálogo exige moderación y hoy no existe más que confrontación y extremismo, intolerancia mutua y radicalidad. Lo contrario a lo necesario para un acuerdo sereno y estable.

José María Asencio Mellado. Catedrático de Derecho Procesal

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