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OBSERVATORIO

La salud amenazada: cuando la enfermedad acecha

Como casi cada invierno, unos con más virulencia que otros, nos ataca la gripe que persistente y mutante puebla casas, centros de trabajo, consultorios y hospitales de toses, estornudos, fiebre, temblores y quejidos. Avances médicos indudables, prevención, recomendaciones, control y seguimiento de brotes epidémicos, campañas de vacunación, información al por mayor, arropados como estamos por una sanidad universal que, pese a nuestras quejas y algunos temporales colapsos, es estupenda, no podemos ni imaginarnos lo que fue la lucha titánica en el pasado contra la enfermedad.

Fue a fines del XVIII cuando el avance en eso de los cuidados médicos despegó, aunque los estudios de medicina y farmacia fueran muy anteriores. El descubrimiento de la vacuna contra la viruela en los últimos años de aquel siglo -una dolencia terrible, afortunadamente hoy erradicada- significó empezar a vencer el concepto de enfermedad como castigo divino hasta entonces dominante. En el siglo XIX el desarrollo urbano y el hacinamiento de la población en lugares insalubres transformó la salud pública en una razón de gobierno, una razón de Estado para vencer la conjunción de los cuatro jinetes del Apocalipsis que inevitablemente cabalgaban juntos: el hambre, la peste, la guerra, la muerte. En las ciudades sucias y superpobladas, donde la miseria y marginalidad eran habituales, convivían y se convertían en peligros ciertos cólera, tifus, peste, tuberculosis (peste blanca), sífilis, viruela y también gripe (temblar de frío). Todas contagiosas y todas terribles, pues hasta la más leve devenía en mortal.

Proyectos pioneros, que hoy nos escandalizarían porque utilizaban como cobayas a niños, aportaron un poco de luz al mundo oscuro de lucha desigual contra la enfermedad. Tal es el caso de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, promovida por el médico Francisco Javier Balmis, que recorrió el mundo entre 1803 y 1806 llevando a todos los rincones del Imperio "una caravana infantil" de inmunizados para vacunar contra la viruela y evitar miles de muertes.

Olvidando los tiempos medievales, aquellos que trajeron la odiada peste negra que en el siglo XIV asolara Europa y hasta reflejara Boccaccio en el Decameron, las vueltas periódicas de epidemias pestíferas fueron acompañantes permanentes de la historia. Considerada la enfermedad como un castigo divino se prefería "llamar antes al cura que al médico". Era necesario entender la vida como una preparación a la buena muerte. La "investigación" encorsetada por supersticiones no tenía apenas margen de desarrollo como no fuera incumpliendo preceptos sagrados. Por ello los médicos apenas servían para nada y eran objeto de feroces ataques. Barberos, cirujanos, sanadores, sacamuelas, muchos sin estudios, proliferaban en ciudades y pueblos. Y la mala fama los perseguía. Al decir de Francisco de Quevedo: "Matan los médicos y viven de matar, y la queja cae sobre la dolencia". Se olvidaba de los galenos que arriesgaban sus vidas.

Contra las epidemias, tan frecuentes, las autoridades imponían lo que podían; cuarentenas, restricciones a los movimientos de mercancías y personas, la limpieza de calles, ventilar, barrer, limpiar con vinagre, perfumar o quemar hierbas olorosas era lo máximo. Las procesiones y rogatorias para aplacar la ira de Dios y recobrar su favor estaban a la orden del día. "Huyr con las tres eles: luego, lexos y largo" se convertía en el plan más eficaz.

Tan espantosa era la perspectiva de la enfermedad que a menudo, cuando por desconocimiento o temor se extendía, quedaba el enfermo solo y aborrecido. Ese miedo se utilizó como recurso bélico. Lanzar cuerpos muertos infectados contra las poblaciones sitiadas fue el arma bacteriológica más practicada desde antiguo.

Durante buena parte del siglo XVII la población peninsular se vio aquejada por distintos brotes pestíferos. El fin del XVI y principio del siguiente, de norte a sur, la peste recorrió la Península. A la enfermedad se sumaba la escasez que generaba debilidad y multiplicaba el efecto del mal, en un bucle infernal. Tocaba rezar, enmendar lo mal hecho. No se recuperaría la población hasta comienzos de la centuria de las luces.

Durante todo el XVII la vigilancia se extremó y la mortandad fue por partes. A mediados de aquel siglo una nueva amenaza entró por el puerto de Valencia, avanzó por el sur y llegó a la poblada, comercial y riquísima ciudad de Sevilla que, con 150.000 habitantes, disfrutaba de su monopolio comercial con las Indias. Un invierno lluvioso, inundaciones, carencia de trigo se confabularon con la peste. Hubo día de contabilizarse 4.000 muertos, calles en las que murieron todos sus vecinos y tiempo después la hierba crecía por despoblación en muchas callejas. Pese a la deficiencia de las comunicaciones, aquella situación fue conocida en todos los rincones peninsulares. Los discursos religiosos sobre la enfermedad como castigo por rebelarse contra Dios no cesaron con el urbanita diecinueve: "hay cólera porque hay pecados; Dios arremete contra nosotros, porque nosotros arremetemos contra Dios".

Las ciudades insalubres tomaron conciencia de la fragilidad de su población y se fueron adoptando medidas, sacando las actividades más nocivas, promoviendo la recogida de basura, la extensión de fuentes públicas y de pozos negros previos al alcantarillado. Los enterramientos fuera de las iglesias fue otro caballo de batalla, al igual que los hospitales. Pero los avances en sanidad son sobre todo del siglo XX, también el de las guerras más terribles. En 1918, en plena Primera Guerra Mundial, la gripe pasó a ser una pandemia. La mal llamada "gripe española" -pues la prensa española ajena a la censura bélica la contó, de ahí el nombre, aunque realmente la habían traído soldados norteamericanos- mató a 50 millones de personas en un mundo entonces poblado por 2.200 millones. Aquello generó alarma planetaria y se pusieron en marcha políticas de prevención. Desde 1942 hubo un Seguro Obligatorio de Enfermedad en nuestro país. Pero tras la Segunda Guerra Mundial el tráfico de personas que hacía posible tanto la comunicación buena como la mala hizo que la salud se convirtiera en un problema mundial, constituyéndose en 1948 la Organización Mundial de la Salud. La guerra contra la enfermedad continúa.

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