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OBSERVATORIO

Sobre el tono de piel adecuado en política

"La idea de raza es como la marca Cadillac. Hay un modelo nuevo cada año pero la discriminación es la misma".

Malcolm X

Vaya por delante que la sustitución exprés de la Directora General de Igualdad de Trato por no tener el tono de piel apropiado para el cargo es un absoluto despropósito de ejecutoria política y resulta completamente contraproducente si lo que se desea es trasladar un mensaje de genuina igualdad desde el Ministerio correspondiente. No entro en absoluto a considerar los méritos o las capacidades ni la de persona objeto del primer nombramiento ni de su sustituta. Únicamente quiero explicar que el tono de piel de una persona, como cualquiera de sus otras características adscriptivas, sean esta su género, edad, lugar de nacimiento o lengua materna no constituyen una credencial que avale un mejor desempeño en ningún tipo de responsabilidad. Ni en el ámbito privado ni, por supuesto, en el ámbito público.

Justificar un reemplazo de candidatas en función de su piel es absurdo. Resultaría incluso un objeto risible si no escondiera detrás una profunda confusión que resulta particularmente peligrosa entre quienes desean defender los valores universales de la igualdad de trato y la no discriminación de personas. Estas líneas se escriben para ellos. Quienes aún consideren que el color establece algún tipo de jerarquía entre seres humanos pueden dejar de leer. Dudo que lo que sigue les interese, de la misma forma que a mí no me importan en absoluto sus ideas, tan erróneas como moralmente repugnantes.

El caso al que me refiero no es más un síntoma de una enfermedad más profunda que ha arraigado en los últimos tiempos en nuestras democracias liberales. Siguiendo a científicos sociales de diferentes escuelas y sensibilidades podemos identificar a esa enfermedad por el énfasis de la política en la emocionalidad y el simbolismo identitario. Evidentemente tanto la apelación a los sentimientos como la referencia a los rasgos propios del individuo conforman herramientas clave dentro del utillaje de la comunicación política. Las decisiones de voto que tomamos y el control que se ejerce sobre nosotros como ciudadanos operan frecuentemente en términos de empatía recíproca entre elector y representante público. Tal y como señala el economista Albert O. Hirschman, las pasiones explican los comportamientos políticos tanto o más que el cálculo racional de beneficios. El problema es que este marco relacional parece haberse convertido en dominante en los últimos tiempos.

El aspecto de nuestros políticos nos importa demasiado y mejor sería que no lo hiciera tanto. Al verlos parece que deseamos reconocernos en ellos. Que sean lo más parecidos a nosotros, que se identifiquen al máximo con las personas que representan constituye una garantía porque son de los nuestros, porque han nacido aquí (o allí) o porque han pasado exactamente por lo mismo que nosotros. Pero toda esa realidad simbólica que opera para reforzar nuestros lazos de identificación no es garantía de nada salvo de un riesgo de aparición de clientelas. De hecho, la democracia liberal, que constituye hasta que alguien demuestre lo contrario el menos malo de los mundos políticos posibles, se fundamenta justamente en lo contrario: en el desconocimiento personal mutuo entre elector y representante político y en el desapasionamiento y la desparticularización de las decisiones tomadas por este último. La promesa de la democracia liberal, que encuentra su mejor expresión igualitaria en la tradición del republicanismo cívico francés, es precisamente que otros, por muy distintos que sean de nosotros, pueden gobernarnos bien y con justicia. Por eso lo simbólico es importante pero nunca hasta el punto de convertirse en el primer criterio de elección de un gestor público.

Yendo aún más allá, tampoco la experiencia personal de una problemática social confiere más credenciales para el desempeño apropiado de un cargo de designación política. Quien diga conocer de cerca un problema porque lo ha vivido en su propio pellejo no es necesariamente ni un buen gestor ni un experto. Puede, eventualmente, llegar a convertirse en ambas cosas. Pero antes debe ser capaz de desentenderse de sus emociones y separarlas de las decisiones que va a tomar porque de lo contrario estaría trasladando su percepción personal al ámbito público y pensando que el suyo es el único universo posible. Defender lo contrario, es decir, defender una política de identificación emocional fundamentada prioritariamente en lo simbólico equivale a proclamar que solo un niño puede dictar buenas políticas de infancia, que solo un catalán de purísima cepa tiene voz en el actual entuerto territorial del Estado o que solo un enfermo, preferentemente muy grave, puede tomar buenas decisiones en el ámbito de la salud. Aquí, el enfermo tendría prioridad sobre el médico porque este último solamente observa el problema desde fuera. Retorciendo el argumento sobre el tono de piel más adecuado al cargo público y jugando a reducirlo al absurdo, se podría decir que en realidad Barack Obama no estaba debidamente acreditado para gobernar un país con mayoría de rostros pálidos. Y que hubiera tenido un mejor desempeño en su cargo en otro lugar como, por ejemplo, Botsuana.

Volviendo al principio, permítaseme finalizar con un breve apunte sobre la idea de raza. Repitan conmigo: las razas no existen. Al menos no lo hacen ni lo han hecho nunca como realidad biológica. No hay ninguna evidencia científica dentro del ámbito de las ciencias naturales que sustente una clasificación de los seres humanos en función de su tono de piel ni de ninguna otra de sus características físicas. La eugenesia es, afortunadamente, una pseudociencia desacreditada desde mediados del siglo XX. Bastante nos ha costado enterrarla. Entre otras cosas una Guerra Mundial y seis millones de muertos en el Holocausto judío.

Las razas son una construcción social cuyos orígenes son perfectamente rastreables en el tiempo. Solo existen en nuestro imaginario colectivo. Son comunidades creadas por las potencias coloniales del siglo XIX para asignarnos y asignar a los otros atributos colectivos de superioridad o de inferioridad que justifiquen su dominación y su posición en la estructura social. La explicación de la desigualdad por motivos de tono de piel es paradójicamente una idea de la modernidad.

Las razas son también y fundamentalmente un asunto de perspectiva. Al candidato al Óscar Antonio Banderas le ha caído estos días una raza a la que él, seguramente, no creía pertenecer. A lo mejor, y frente a lo que ha sucedido en las redes sociales y en parte de la prensa, ha sido lo suficientemente inteligente como para reconocer el verdadero interés que merece la cuestión para una persona económicamente privilegiada como él: ninguno. Razas hay tantas o tan pocas como socialmente deseemos construir. Personalmente apostaría por no construir ni una sola más y por tratar de desmontar y de desmentir todas aquellas que se han construido.

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