La Provincia - Diario de Las Palmas

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La suerte de besar

Malos tiempos para la poesía

Hoy, 26 de enero de 2020, segunda década del siglo XXI, un progenitor de este país puede decidir que su hija, o hijo, no asista a una charla, organizada por profesionales de la educación, en la que se informe de las diferentes identidades sexuales o sobre violencia de género. Es una lástima perderse un aprendizaje, pero lo verdaderamente triste es que ése es, además, un aprendizaje en valores. La identidad sexual no condiciona que seas mejor o peor persona. La tolerancia y la empatía, sí. En esta línea, que se prohíba la lectura de Lolita, de Nabokov, está al caer. Puede que se acabe organizando una quema, con barbacoa incluida, de ejemplares de la historia de la niña perversa que provoca la obsesión de un adulto. Así de simplistas estamos.

Hoy hay coches que se mueven sin conductor, existen algoritmos que detectan con antelación la enfermedad de Alzheimer y hay cirujanos que operan a pacientes situados a kilómetros de distancia con la ayuda de un robot. Aquí, a nuestro pesar, estamos en el mundo de Mordor y nos permitimos perder el tiempo discutiendo sobre si los hijos son del Estado, ciudadanos del mundo, hijos del amor o de la madre que los parió. Erramos el foco, una vez más, y nos perdemos en lo anecdótico y la descalificación. Hasta nuevo aviso, el derecho a la educación está recogido en la Constitución y es competencia de los profesionales de la docencia (ver definición de "profesional" en el diccionario) elaborar los contenidos que se desarrollan durante el horario lectivo. Para el resto de horas, que son muchas, estamos los otros referentes: madres, padres, abuelos o tíos. Aprender no es repetir un mantra y tampoco es pensar como nuestros progenitores. Aprender es conocer opiniones diferentes y cuestionárselas. Implica ponerse en el lugar del otro, contrastar, comprender, debatir y rebatir. Cuanto más entendamos los razonamientos del otro, más comprenderemos los nuestros y seremos más capaces. Y es que la educación, además de enseñar a hacer una regla de tres, también va de eso: de hacer de nosotros personas con más capacitación y competencias, mejores en todos los sentidos y, por el bien de todos, también se incluye el humano.

Una amiga, que no es especialmente religiosa, lleva a su hija a catequesis una vez a la semana. Hace quince días, ésta salió con más dudas que con las que entró. Durante una sesión sobre el sacramento del matrimonio, ella preguntó qué pasaría si una mujer decidía que no quería tener hijos. "Que es una egoísta que nos aboca a vivir en un mundo de abuelos", arguyó la catequista. Y punto. Solo le faltó tildarla de insolidaria con los pensionistas del futuro. Observé el rictus de mi amiga, incluso me pareció ver la aparición de varias canas en su pelo, pero le respondió que no estaba de acuerdo con esa opinión y le expuso sus contraargumentos. Alguno, quizá, un poco visceral. La niña ha vuelto a catequesis dispuesta a sacar sus propias conclusiones.

En El club de los poetas muertos, de Peter Weir, el profesor John Keating (Robin Williams) le dice al director del internado (Norman Lloyd) que la finalidad de la educación es enseñar a pensar por uno mismo. Y lo echan. Todo sea por preservar la tradición del siglo pasado. Mientras, el mundo avanza.

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