Soy hijo de emigrantes. Como decenas de miles de canarios. En Venezuela, en el siglo pasado, a los emigrantes españoles, que en su mayoría eran isleños, se les llamaba musiú, un retorcido rastro de la palabra francesa monsieur, que se lanzaba burlona, despectiva, excluyentemente. Siento decir que los canarios, por su parte, como ocurría con italianos y portugueses, apenas se relacionaban fuera de su comunidad. Los canarios solían casarse con canarias y viceversa, y sobre los negros, mulatos y cuarterones compartían una opinión bastante brutal y explícita. Negro es negro, recuerdo decir en la calle por un tendero procedente de La Palma, y su apellido es mierda. La taxonomía nacional era tan compartida como la nostalgia de la isla. Los portugueses y gallegos eran brutos, los italianos gandules, los andaluces unos vividores y los venezolanos de origen, en fin, hundirían el país si se dedicaran a él cinco minutos. Cada grupo tribal tenía perfectamente conceptualizados a los demás, y los italianos, por ejemplo, estaban convencidos de que engañar a un canario salía más fácil y barato que la pasta de tamarindo. Toda esta red comunitaria se sostenía en un precario pero resistente equilibrio respetando territorialmente límites culturales y códigos de comportamiento. Lo que no recuerdo es que nadie considerase a nadie un problema de seguridad. El principal problema de seguridad lo originaba la policía.

Los migrantes, ahora, son un problema de seguridad, y no espontáneamente. Se ha diseñado -como la llamaba Zygmunt Bauman- una política de seguritización, es decir, se está empleando "la reclasificación como problemas de seguridad básicos de aspectos sociales que antes no lo eran", como el fenómeno migratorio. Nuestros abuelos y padres regaron con su trabajo y su sudor campos de América, fundaron ciudades y barrios, alcanzaron una vida digna o a veces, incluso, se hicieron ricos. Las migraciones africanas son distintas. Los migrantes africanos son un negocio más oscuro y más redondo. Los que consiguen instalarse en la sociedad europea y sus aledaños son explotados laboralmente. Otros vagan de un lado a otro, despojados de derechos y dignidad, y son utilizados para el trapicheo o los hurtos por bandas organizadas. Y todos -los que se quedan y los expulsados- alimentan la olla podrida del miedo, la xenofobia, la inseguridad y el resentimiento. Son el gran chollo simbólico para distraer la atención sobre la degradación de las condiciones laborales y socioeconómicas de la mayoría. Son la carne de cañón de esa guerra cultural que agitan las derechas liberales y las ultraderechas: soy pobre o desempleado y este negro o moro no solo me quita el curro, sino que pretende sustituir mis costumbres por las suyas. Ya lo ha sintetizado en una sola frase el líder húngaro Viktor Orbán: "Todos los terroristas son migrantes y todos los migrantes son terroristas". Los flujos migrantes como amenaza terrorista frente a la que los europeos deben responder con líderes fuertes, gobiernos autoritarios y derechos democráticos restringidos.

Todo esto nos escandaliza. Pero hace unos días nuestro Gobierno -muy progresista- devolvió a 60 inmigrantes a Mauritania desde Fuerteventura. Casi todos eran de Mali, un país en guerra, del que huyeron para no ser asesinados. Se les devolverá de bruces frente a las bayonetas. Y siguen funcionando los CIE. Y las concertinas no han caído. Sí, se les trata como hediondos y peligrosos terroristas y se les condena a muerte por responsables públicos que lo lamentan mucho y pulsan el botón del exterminio.