Mark Twain aportaría una cita para ilustrar cualquier artículo de opinión con pretensiones. El escritor se hallaba de gira por Inglaterra, dando conferencias para rellenar sus cofres exhaustos, cuando un periódico norteamericano publicó la noticia de su fallecimiento. La respuesta no se hizo esperar, "las informaciones sobre mi muerte están notablemente exageradas". Un siglo más adelante, las informaciones sobre la muerte de Kobe Bryant también están notablemente exageradas.

El tránsito del jugador es indiscutible, la emoción que ha suscitado peca por su rotunda desproporción. Influye el fallecimiento en plena juventud y en circunstancias tan arraigadas en el subconsciente como un accidente aéreo. No cabe olvidar que se trataba de un domingo que solo reciclaba noticias ya exprimidas. Sin embargo, la suma de estos vectores no justifica que la muerte de Kobe Bryant haya levantado mayor expectación que el conjunto de su carrera gloriosa.

No es Kobe, somos nosotros. El planeta se ha fundido en torno a un héroe inesperado, se ha desvivido por llorarlo o más simplemente por llorar. Todo el mundo recuerda que no estaba haciendo nada memorable cuando murió Kobe, por lo que el sobresalto aportó la emoción suficiente para ser rescatados de la rutina. Si se puede narrar en primera persona, me hallaba tan imbuido de la modorra dominical que mi primer impulso al enterarme del accidente consistió en plantearme cartesianamente si la conmemoración literaria podía esperar hasta el lunes. Al fin y al cabo, el fenomenal artillero estaba retirado, y su último anillo de la NBA se remontaba a una década atrás.

Es decir, no entendí nada, y eso que el baloncesto formaba parte de mi currículum por lo que se me suponía una distorsión hacia la hipersensibilidad de agrandar el impacto de la desaparición. Gracias a estar rodeado de personas más inteligentes, corregí el tiro a media suspensión como hacía Kobe, me liberé de la pereza y me senté a conmemorar. Intenté la ecuanimidad, porque no imaginaba que nos hallábamos ante una reedición del efecto cascada desatado por el accidente mortal de Lady Di, que hizo tambalear a una monarquía. Ni Isabel II puede aspirar a un homenaje similar al reconocimiento brindado a la estrella de los Lakers, si algún día se acuerda de morirse después de un siglo eterno de vida y casi de trono.

Los intentos de equilibrar por escrito la triunfal carrera de Kobe se vieron desarbolados por la conmoción global. Se ha criticado ferozmente a Ronaldo y Figo, por repetir el mismo tuit de pésame supuestamente personalizado. Sin embargo, este descuido certifica el alcance real y limitado de la desaparición, aparte de desmontar la patraña de Twitter. El intento de una despedida protocolaria, ajustada a la celebridad desaparecida, iba a ser barrido por una guerra para encontrar el superlativo más esdrújulo. Columnistas hubo que en su primer bosquejo del domingo recordaban que el alero fallecido siempre sería un clon de Michael Jordan, para desdecirse al día siguiente sin confesar el error, forzados a otorgar al difunto el rango de divinidad encarnada.

Este desplazamiento al rojo pasional ya se registró en España tras el 11M, en aquel caso de la solidaridad callada a la indignación estrepitosa. (Y en aras de la objetividad recobrada, Kobe remonta su jerarquía de epígono del genio de los Chicago Bulls, al contemplar por ejemplo los vídeos de sus asaltos más espectaculares a la canasta. Ejecuta saltos de baile insuperables, pero incluso esa constatación de su calidad quedaba aplastada por la fiebre masiva subyacente).

Ni Kobe ni ningún ser humano podía aspirar a la perfección que le han reclamado esta semana sus adoradores póstumos. Conviene recordar que se habla aquí de baloncesto, que ni siquiera es el deporte más importante. El exagerado entierro del número 24 de los Lakers obliga a una concentración suplementaria al describirlo, el famoso focus que define su carrera. El primer requisito del campeón es no querer ninguna otra cosa.

Cada suceso, incluida la lluvia, se adjudica hoy al influjo de las redes sociales. Sin embargo, existe un precedente de sacudida colectiva sin salir del baloncesto. En 1991, antes de la expansión planetaria de la NBA, Magic Johnson declaró al mundo que era seropositivo. El sida del base de Los Angles Lakers figura entre las noticias más relevantes del siglo XX, por no hablar de la polémica subsiguiente sobre los riesgos que corrían los rivales del jugador sudoroso. Pero Kobe Bryant nunca igualó la simpatía popular que desataba su carismático antecesor. Habrá que concluir pues que "Nace la leyenda" y "Yace la leyenda" son expresiones sinónimas.