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Otra verdad incómoda: Estas olas se veían venir

A principios de la década de los 70 el ayudante militar de Marina de Fuerteventura, Luciano Piñeiro, oficial de la Reserva Naval, habló con un periodista de LA PROVINCIA porque algunos avispados majoreros estaban amojonando solares en marea baja. Es decir, en pleamar había que margullar para tocarlos.

El año anterior, en 1969, el gobierno español había aprobado la primera Ley de Costas propiamente dicha, que, en realidad, sólo unificaba en un mismo texto una legislación muy dispersa y de distintos rangos, un guirigay de más de un centenar de disposiciones, de las que una docena habían salido de las Cortes. El prólogo reconocía que "además (es preciso) abordar aspectos olvidados en los antiguos textos, en su mayoría anteriores a 1923, como los atinentes al lecho y subsuelo del mar territorial y del mar adyacente al territorial", probablemente porque volvían a estar de moda los sondeos petrolíferos submarinos.

Eso sí, dejaba claras algunas cosas, como la imposibilidad de construir en el dominio público marítimo terrestre, hasta donde llegaran las olas en los mayores "temporales ordinarios". Como la policía no es tonta, se recomendaba iniciar con urgencia el deslinde y amojonamiento. En la década de los 70, el empuje urbanístico del boom turístico era tan poderoso, y había tantos influyentes intereses detrás, que la separación de lo público y lo privado, y la protección del litoral, pasó a un segundo plano. Para comprobarlo, con efecto retroactivo, sólo hay que ver cómo se construyó a lo loco (porque a lo loco se construye mejor) en toda la costa española.

Las impresionantes olas del temporal Gloria, que barrió durante una larga semana en enero toda la ribera del este peninsular arrasando paseos marítimos, chiringuitos, negocios, edificios colocados en primera línea, su desbocado recorrido incluso por calles perpendiculares a la marea, más allá del desastre natural, y de los efectos del cambio climático, pusieron de manifiesto cuánta irresponsabilidad urbanística y cuánta avaricia han reinado en la costa española.

Y no todo el mundo es inocente; aunque nada está a salvo de los efectos de una catástrofe natural, un cataclismo, un siniestro, unas lluvias torrenciales que descargan, como si el cielo se desplomara encima de uno, más de cien litros por metro cuadrado y hora. Sí es cierto, en cambio, que la prudencia, la previsión, el sentido común, pueden limitar o aminorar sus efectos.

Pero ya desde la Ley del 69, que urgía los deslindes con prolijas garantías a particulares, no podía construirse alegremente más allá de la línea más o menos imaginaria situada allí donde mojara la mayor ola de los "temporales ordinarios", propios de las pleamares equinocciales o mareas de la virgen de cada lugar.

En 1980, el gobierno de la UCD elabora otra ley de Costas, aunque en realidad no aportaba nada nuevo ni a mayores, sino que cubría algunas lagunas y desarrollaba los instrumentos reglamentarios, como por ejemplo el régimen sancionador.

Pasan los años y en 1988, aunque algunos científicos ya alertaban sobre el calentamiento global, la nueva Ley de Costas 22/1988 de 28 de julio, aprobada seis años después de la llegada al gobierno del PSOE -Felipe González gana con abrumadora mayoría absoluta las elecciones en octubre de 1982-, sí es innovadora desde los puntos de vista de las evidencias científicas, de las corrientes del ecologismo y el medio ambiente, y de la defensa del dominio público que recoge el artículo 132.2 de la Constitución Española de 1978, y que el legislador justifica en el prólogo de la Ley aludiendo, entre otras razones, a la tradición que nace ya en el derecho romano y en el medieval que consideraban el mar y su ribera como patrimonio colectivo.

Este texto sí fue revolucionario y situó a España en el grupo de países más avanzados en materia medioambiental, previsor de cara al futuro depredador por la presión urbanística en las costas y defensor del carácter público del espacio marítimo terrestre. Aumentaba v.g. a 100 metros la zona de protección, cortaba por lo sano -todavía- la extracción de áridos (las arenas), alertaba sobre el lamentable caso de las marismas o el "urbanismo nocivo de altas murallas de edificios al mismo borde de la playa o el mar", lo de las olas de los "mayores temporales ordinarios" del 69 pasó a ser "de los mayores temporales conocidos".

Aquel año aún el calentamiento global y sus efectos no eran actualidad cotidiana, pero empezaban con fuerza a salir fuera del ámbito científico. Sí, en cambio, había una enorme preocupación por la degradación medioambiental en el espacio costero.

Pero en 2013 el cambio climático, previo a la calificación actual de emergencia climática, ya estaba aceptado no solo por amplios sectores de la sociedad -fuera del estricto ámbito del ecologismo-, sino por el grueso de la comunidad científica. Al Gore ya había publicado en 2006 su extraordinario libro y documental Una verdad incómoda, que le valió el Nobel de la Paz en 2007. Mientras tanto la aplicación restrictiva de la Ley socialista de 1988 despertaba la preocupación del sector de la construcción, el inmobiliario, el turístico, y de los tiburones, caciques y lobeznos municipales por las limitaciones que imponía.

El Gobierno Rajoy, siendo Antonio Arias Cañete el ministro del ramo, decide entonces emprender una modificación profunda para flexibilizar la norma y afrontar la contestación y los costes de las costas. Los expertos medioambientalistas, hoy descalificados por la derecha del uno al otro confín como progres, consideraron la Ley 2/2013 de 30 de mayo, 46 páginas del BOE, un paso atrás.

Quizás, entre otras muchas razones desperdigadas por el articulado al que lo espolvoreaban de permisividad en tiempos de temporales y colmillos retorcidos, por el anexo en el que se incluía una serie de núcleos que se excluían del dominio público marítimo terrestre: en las provincias de Alicante, Castellón, Gerona, Huelva, Málaga, Valencia? y en Moaña en Pontevedra? qué casualidad mariana.

Esta es otra verdad incómoda para los erre que erre.

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