Tal vez la peor película apocalíptica sobre una infección vírica que amenaza a la especie humana es una producción japonesa titulada Virus y estrenada en 1980. Fue un espantoso -y merecido - fracaso comercial, a pesar de que sus responsables contrataron a varias estrellas menores estadounidenses para vender mejor el producto dentro y fuera de su país. La escena más descacharrante del filme transcurre en el despacho oval, donde agonizan el presidente de Estados Unidos (Glenn Ford) y el líder de la oposición en el Congreso (Robert Vaughn) en medio de papeleras desbordadas de basura y muebles rotos. "Aunque tuviéramos ideas opuestas", farfulla Ford,"siempre lo hizo con lealtad a la Constitución y pensando en el bienestar del país". Vaughn balbucea épicamente -como Paco Déniz- y muere. Ya lo saben ustedes: para ver a Pedro Sánchez elogiar a Pablo Casado es necesario el fin del mundo.

El fin del mundo es una droga peligrosa. Todos lo sospechamos y, aunque simulemos, lo deseamos íntimamente. Y lo deseamos porque intuimos que nos los merecemos. El fin del mundo es una purga. El fin del mundo es el último futuro que se puede visitar, como los que durante años visitaron al último tigre de Tasmania en un melancólico zoológico australiano. El fin del mundo es esa constatación tranquilizadora de que nada tenía sentido y todo, por lo tanto, deviene estupendamente incorregible. El apocalipsis vírico en las sociedades contemporáneas -un subgénero dentro de un subgénero que enlaza con la prolífica narrativa zombi- es además un fin del mundo rápido que deja incluso sitio para una mortificada y fugaz inocencia. ¿Por qué me infecto yo y no mi cuñada o el vecino del quinto? Hasta el final el mundo será una mierda.

Es casi una esperanza. Comenzamos escuchando fascinados el surgimiento del coronavirus en una lejana provincia china. ¿Será verdad? ¿Tocará esta vez en serio o todo quedará saldado, por enésima ocasión, con una menesterosa gripe que apenas matará algunos cientos de personas? ¿Será posible que no ocurra todavía? Aparecen varios científicos. Son optimistas. Si no fueran optimistas no serían científicos ni usarían batas blancas que se pueden ensuciar por cualquier tontería. La esperanza mengua hasta que puede verse por televisión cómo los chinos construyen gigantescos hospitales en la provincia afectadas. Miles y miles de camas. Eso es peor, claro, porque si el máximo riesgo es la pituitaria irritada, ¿por qué construir amplios hospitales y trasladar a cientos de médicos especialistas? La gente, por supuesto, no quiere morir, pero quiere ver, sentir y degustar el sabor inigualable de una pandemia mortífera.

El destino ha querido que el primer caso de infectado por el coronavirus en España haya sido registrado en La Gomera. Por supuesto se ha expendido varias toneladas de chistes y algunos gomeros se han molestado sobremanera, como si no llevaron siglos soportando vacilones y chascarrillos hirientes de los demás isleños. Otra corriente hermenéutica, en cambio, se ha tomado la cosa casi como un motivo de orgullo patrio. Mientras ultiman los análisis a otros cuatro turistas se apagan las ilusiones sobre un exterminio violento y sabroso que sea algo más que Glenn Ford aunque no llegue al nivel de Bruce Willis.