Por supuesto que un actor se puede convertir en un mito contemporáneo. El cine necesitó de mitos como un recurso económico y comercial. En uno de sus libros más deliciosos, Roland Barthes explica muy bien que lo específico del mito es transformar un sentido en forma, y esa es una de las posibilidades y magias de un actor. Pero salvo excepciones extraordinarias los grandes actores no son mitos vivientes, ni siquiera en el cine hollywoodense. Uno de los grandes cómicos del siglo XX, Jack Lemmon, fue un actor universalmente admirado y reconocido: verlo en pantalla es y será una de las formas de ser feliz que tenemos todos y cada uno de nosotros. Pero Lemmon no era propiamente un mito cinematográfico. Un mito no es el dueño y señor de un excepcional oficio interpretativo, sino un talento magnético que espectaculariza personajes que parecen ser él mismo pero que no encarna con especial pureza ni deslumbramiento. El actor mítico no se alimenta de su genio artístico, sino de su atractivo personal, y en último término, vampíricamente, de sus propias películas. Cuando la estrella tiene éxito casi ininterrumpido y cubre ampliamente su ciclo vital y profesional -ocurre pocas veces- la metáfora está completa: la estrella es el propio cine. El cine de un género, de una época, de un país.

Kirk Douglas era la penúltima estrella (más o menos) viva de lo que llaman el Hollywood clásico, que sinceramente fue el único que existió hasta los años sesenta, tan vivos y tan sepultureros al mismo tiempo. Nunca fue exactamente un galán, como Marlon Brando o Gregory Peck: siempre he sospechado que era un actor del que gustaban más los hombres que las mujeres. La fuerza de Douglas no era otra que su fuerza: su entusiasmo, su vitalidad, una sobria intensidad que ponía en todo. Una mirada profunda y a veces exasperada sobre un mentón granítico que respiraba por un hoyuelo. Como espectador lamento que no haya hecho más papeles de malvado: se le daban tan bien como los de héroe. Como casi todas las grandes estrellas su inteligencia era básicamente física, anatómica, una forma de relieve corporal: la desenvoltura, la agilidad, el saber plantarse con los dos pies en el suelo, en una trinchera, en el fondo de una mina o de la locura, incluso en un submarino.

Contra lo que suelen hacer las estrellas, Kirk Douglas, cuando todavía era un pibito septuagenario, escribió un buen libro de memorias, El hijo del trapero, en el que cuenta algunas torpezas, sorpresas y estupideces del autor. Los actores no suelen publicar libros de memorias; las estrellas, en cambio, practican esa infame costumbre y habitualmente encargan a algún periodista ágrafo el trabajo de rellenar las cuartillas, pero Douglas se lo tomó en serio y le salió una historia entretenida, precisamente, porque no se abjudicó un papel en la fantasía del sueño americano, del que hablaba con ironía. La vida siempre venció en su vida y quedaba claro en sus páginas que estaba realmente satisfecho de lo que había podido hacer e incluso de lo que nunca logró. De creerle, jamás se sintió insuperablemente cansado o decepcionado, siempre ejerció como un entusiasta vikingo de buen corazón, bebiendo en los cráneos de sus sucesivos triunfos hasta el final. Hasta le dio tiempo de tener como nuera a Catherine Z. Jones. Una vida plena.