Recuerdo aún con claridad el impacto que me produjo la lectura de 'Peligro de derrumbe', del escritor y periodista Pedro Simón, un aguafuerte descarnado sobre la brutal crisis económica con el trasfondo de una infame oferta de empleo. Nueve personas reunidas en una desquiciante sala de espera buscaban desesperadamente un trabajo que les permitiera vivir y, simultáneamente, recuperar su dignidad. Su destino estaba en manos de un director de Recursos Humanos entregado al sadismo y carente del nivel mínimo de humanidad. Y es que hoy quiero poner el dedo en la llaga sobre lo que supone la necesidad perentoria de un puesto de trabajo para millones de ciudadanos de nuestro país, que ven pasar los días, los meses y los años en una agonía tan fácil de explicar como, si no se padece en carne propia, difícil de calibrar.

Por eso lanzo al aire algunas preguntas que me generan enormes dudas y recelos como, por ejemplo, cuántas empresas reconocen públicamente sus criterios de selección, o a cuántos de los candidatos no elegidos se les dice el motivo real de su exclusión, o hasta qué punto los tests de personalidad y las entrevistas personales son una puerta abierta a la discriminación e, incluso, a la ilegalidad, por albergar zonas rojas difíciles de controlar.

Que siempre subyace un aspecto subjetivo en los sistemas de contratación es una realidad indiscutible, como lo es también que, si los contenidos de los formularios se centran en capacidades como la empatía, la habilidad de reflexión, la cualidad de trabajar en equipo o la calidad del currículum aportado, resultan perfectamente defendibles. Lo que no es admisible de ningún modo es la recurrente tendencia a inmiscuirse en cuestiones tales como el estado civil, las creencias, la ideología o los planes de tener hijos en el futuro. En lo tocante a este último aspecto, las mujeres en edad fértil continúan teniendo todas las de perder. Todavía retumban en mis oídos aquellas declaraciones de la antaño presidenta del Círculo de Empresarios, Mónica de Oriol, abogando por contratar a féminas mayores de cuarenta y cinco años o menores de veinticinco, para evitar de ese modo bajas maternales inconvenientes y poco rentables.

Pero, llegados a este punto tan desgraciadamente habitual, ¿cómo poder denunciar estas prácticas, a menudo sutiles y sibilinas, y, por ende, casi imposibles de probar? ¿quién se arriesga a grabar una conversación cuando la necesidad de conseguir unos ingresos es tan perentoria y si, además, el resto de candidatos están dispuestos a pasar por cuantos aros circenses se les presenten en el camino? Tampoco se debe olvidar que el contratador tiene siempre la facultad de esgrimir la superior preparación para el puesto de su escogido frente a los rechazados. Aun así, conviene no perder la perspectiva de que, si se utiliza como escala de puntuación su situación familiar o personal, se le está estigmatizando seriamente.

Salvo excepciones justificadas por exigencias de la concreta función a desempeñar, ninguna entrevista de trabajo debería abordar las siguientes cuestiones: cuántos años tiene; cuándo se licenció; si padece alguna enfermedad o discapacidad; si está casado, soltero o divorciado; si está embarazada; si es homosexual o heterosexual; si tiene hijos o intención de formar una familia; si forma parte de un club; si está afiliado a algún partido político; o si es creyente o ateo, entre otras. Son preguntas que vulneran el derecho a la intimidad y ningún empleador debería formularlas. De lo contrario, podría enfrentarse a una denuncia civil y hasta penal, en función del daño sufrido por el aspirante, la publicidad que se le haya dado a dichas informaciones y las consecuencias generadas por la situación sufrida. Sin embargo, la triste realidad, ese peligro de derrumbe al que aludía Pedro Simón, es que, si alguien necesita imperiosamente una salida, contestará lo que sea porque, en caso contrario, perderá su pasaje en favor de otro náufrago. ¿Quién dijo que la esclavitud era una reliquia del pasado?