Es Carnaval -al menos en Santa Cruz de Tenerife- todo lo que no ocurre en un escenario. Ese es el Carnaval, el que toma, canta, baila, se emborracha y mea las calles en una exaltación colectiva, en un delirio de disolución más o menos disoluta, y ahí, en ese naufragio nocturno lleno de luz y vida, de náusea y de deseo, encontrarás flotando humor, vacilón, ingenio naíf o retrechero, la representación simbólica de una ciudad que no ha encontrado en cinco siglos otra manera de simbolizarse que poniéndose una máscara sobre la máscara cotidiana. Todo lo demás no es que no sea Carnaval, es que hace lustros conspira contra el espíritu carnavalero. Carnaval es lo que sobrevive a los concejales e incluso a alcaldesas hepburnizadas, al Organismo Autónomo de Fiestas y a los gerentes, a las murgas y las comparsas, a las rondallas y a las agrupaciones musicales, lo que les saca la lengua a los concursos, a la televisión y a los diseñadores de los trajes de las reinas y, por supuesto, y principalmente, lo que no se deja aniquilar por la Gala de la Elección de la Reina.

Lo cierto es que a partir de finales de los años setenta las fiestas carnavaleras sufrieron un proceso de municipalización burocratizante y subvencionera. Una vieja leyenda cuenta que la ATI de Manuel Hermoso convirtió el carnaval en un negocio clientelar, pero las evidencias apuntan hacia la dirección contraria: con dinero, la logística de Juan Viñas, el concurso de la generación tardía del baby boom y la multiplicación de entidades el Carnaval se transformó rápidamente en un monstruo al que el flamante nacionalinsularismo debió pronto rendir pleitesía, para acabar casi como un servicio municipal más, hasta el punto de que hoy los grupos son capaces de negarse a cantar en la calle si el ayuntamiento no les pone un micrófono, un equipo de música y agua mineral -con y sin gas- a su disposición.

Lo peor, por supuesto, es la Gala. Este año, en el que el gobierno municipal, característicamente desconfiado y solo suyo, apostó por designar nuevos directores del espectáculo, las críticas han sido muy duras, pero se trata, como siempre, de un espejismo enmascarado. Todas las galas son horrendas, todas las galas son igualmente intolerables, todas las galas son expresión acabada de ramplonería impotente, cachanchanismo ombliguista, ocurrencias suicidas y ordinariez patriótica. Porque la Gala parte de una contradicción insuperable: desarrollar un espectáculo de calidad rutilante -y pensado para su exportación televisiva- con un material puramente amateur. Sencillamente no se puede y, a estas alturas, tal vez no se deba. Al hartazgo, el cansancio y las bascas que produce el efecto acumulado del último cuarto de siglo de galas carnavaleras se les llama polémica, para a continuación afirmar que la polémica esa es muy sana, y que las candidatas, eso sí, estaban preciosas, ¿y qué más se puede pedir?

Por mi parte creo que no hay que pedir absolutamente nada, salvo que se instalen más mingitorios, la seguridad pública no disminuya en los próximos años y mejore el servicio de limpieza cada día. Lo demás es algo que solo interesa seriamente a varios miles de personas en esta ciudad sin rostro bajo el antifaz y que sería incapaz de reconocerse a sí misma si pudiera verse en un espejo. Por eso existe el Carnaval. Para simular una identidad y, al mismo tiempo, reunirnos de ella. Que esta orfandad no nos la quiten un concejal, una murga o un presentador de televisión.