Antonio llegó una tarde de verano de 1979 y yo apenas era un adolescente cuando le vi. Venía de Pájara, su parroquia. El obispo Echarren -recién llegado -le había nombrado párroco de la Santísima Trinidad de El Tablero y encargado de San José de Fataga. Hacía calor y la iglesia era el único lugar de encuentro para los jóvenes y los niños. Aquel día impartíamos un taller cuando llamaron a la puerta. Se trataba de un grupo de curas jóvenes que querían ver la iglesia. Bueno, en realidad entraban a ver el salón parroquial del proyecto de una iglesia que nunca se llegó a construir. Y al salir - no recuerdo si Yolanda o Pino - preguntó con atrevimiento que quién de ellos iba a ser el cura de El Tablero. Antonio dio un salto y salió corriendo. Ninguno respondió, solo se rieron.

Traía de Fuerteventura lo silencioso, lo lento y lo callado de su tierra?pero también el dinamismo, la apertura, la cercanía y la confianza de un cura joven de 33 años. Eran los primeros tiempos del postfranquismo y del Concilio Vaticano II. Se vivían entonces días de cambios y transiciones: la apertura político-social del cambio de régimen, la novedad económica del turismo, el aggiornamento o la actualización de la Iglesia iniciada por Juan XXIII... Era un momento cargado de novedad, de optimismo y esperanza?pero también de muchas tensiones entre los que apostaban por la incertidumbre de lo nuevo y los que añoraban la fijeza anquilosada del pasado.

También en el microcosmos de El Tablero se vivía esta tensión. Ramón Echarren cambió el criterio del obispo Antonio Pildain en cuanto a la duración de la estancia de los párrocos y la asiduidad de sus cambios. Aquel joven venía a sustituir a D. Manuel Montesdeoca Hernández, el viejo párroco -acostumbrado a las formas preconciliares- que había permanecido casi veinte años en el sur. Un cura de sotana frente a un cura de paisano. Lo externo vislumbraba lo interno. Solo algunos sentían con sufrimiento la ruptura de sus esquemas mentales. La inmensa mayoría estaba agradecida y contenta con aquel hombre que cantaba bien, que participaba de la fiesta y del duelo de cada familia, que sabía hacerse todo a todos y que vivía a Dios de una manera distinta. Aquellos cinco años suyos en el sur -del 20 octubre de 1979 al 30 de septiembre de 1984 -impregnaron de humanidad a la figura sacerdotal y calaron profundamente en sus gentes.

Al dejar la soledad y la quietud de Fuerteventura - para Unamuno: tierra desnuda, esquelética, enjuta, toda ella de huesos, tierra que retempla el ánimo - el sur de Gran Canaria le parecía a Antonio llegar a una ciudad. Y -como Unamuno- sentía el dolor de separarse de su isla: Dejé esa roca llorando. Es que dejaba en ella raíces en la roca y raíces de roca.

Con Antonio aprendí yo a amar mi tierra, a valorar a nuestra gente y lo propio. Él me enseñó un principio democrático esencial: aceptar y respetar al otro que no piensa como tú. Mi tozudez, mi ignorancia, la deformación de la realidad provocada por la ideología me impedían ver a las personas más que a sus ideas. Y Antonio insistía: Carmelo, él es alcalde de todos. Y yo en mi joven arrogancia lo rebatía. Con el tiempo le fui dando la razón.

Antonio, y Suso e Isidoro, veían más en mí que yo mismo. Me infundían confianza. Y me hicieron el mayor regalo: abrirme a recibir en el Centro Teológico de Vegueta la formación humanística que cimenta toda mi existencia. Allí me encontré a personas -amigos y profesores - de una hondísima calidad humana. Entre todos fueron despertando en mí una mirada distinta de entender a Dios y al ser humano. Luego Bonifacio se encargó de darle una estructura más profunda a ese mirar a Dios y a las personas? a partir del entenderme a mí mismo. Mi gratitud, Antonio, es infinita.

Hoy en tu enfermedad deseo que puedas integrarla, vivirla y atravesarla para llegar a afirmar como Martín Descalzo:

Nunca podrás dolor acorralarme?

Puedo ver en la oscura noche oscura?

Llego, dolor, a donde tú no alcanzas.

Yo decido mi sangre y su espesura.

Yo soy el dueño de mis esperanzas.

Y en tu mirada optimista hace poco me dijiste como antaño: ¡solo es un surmenage!

Queriéndote siempre. Y, conmigo, tanta gente del sur.