El Ayuntamiento de Santa Cruz hizo muy bien en suspender los actos carnavaleros el pasado viernes, con la llegada de la primera oleada de calima y los pronósticos de fuertes vientos. Sin embargo, algo ocurrió que empujó en pocas horas al gobierno municipal en otra dirección. Un monstruoso volumen de llamadas telefónicas interminables, insistentes, inaguantables exigiendo que la fiesta continuara. El carnaval debería seguir como fuera. Nadie se privó del teléfono, nadie desaprovechó el más modesto fisco de influencia para marcar los números correspondientes. Algunos casi suplicaron y otros casi amenazaron. El carnaval de Santa Cruz de Tenerife es un negocio que mueve millones de euros en 15 días. Una vez descartada la amenaza de los vientos, ¿por qué no seguir bailando si enamoradito estoy de ti, de ti, de ti? Los kioscos, por ejemplo. Participaron en una subasta. Pagaron por unos derechos de explotación. Quizás no se resignasen a una suspensión indefinida. La tentación de pleitear es tan expansiva como la calima. Una pesadilla política: quedar emparedados entre las denuncias de los comerciantes y patrocinadores y la santa ira del pueblo carnavalero. Y se cedió. Se les preguntó a los técnicos si existía riesgo. ¿Riesgo inmediato, mensurable? No. Pues adelante.

Estaba disponible, desde la tarde de ese viernes, una predicción de la Agencia Estatal de Meteorología. Establecía una entrada de calima en la tarde prima noche del sábado con un pico de concentración de 1.500 u/metro cúbico. El valor medio diario de las partículas PM10 -las que miden menos de un micrómetro, es decir, la milésima parte del milímetro- no debe superar las 50 u/metro cúbico según los protocolos de calidad del aire de la Unión Europea. Pero lo que era más preocupante: los metereólogos advertían que en la tarde del domingo entraría el polvo con más fuerza aun, y así fue: ayer, a las 16 horas, se habían alcanzado en el municipio 3.000 u/metro cúbico de concentración de PM10 y antes del anochecer se alcanzaron cerca de los 3.500. Sin embargo, asumir estas predicciones significaba, nada menos, suspender, como mínimo durante tres días, las fiestas carnavaleras. Un precio político ya intolerablemente alto. No era asumible. Y no se asumió.

Y así nos hemos visto envueltos en esta chifladura insalubre, polvorienta y estúpida. Cuando el presidente del Cabildo, Pedro Martín, apunta que suspender el carnaval el sábado hubiera significado el regreso de miles de visitantes de otros municipios masculla una obviedad insignificante. Simplemente debió de suspenderse el carnaval desde el viernes por causas de salud pública. Porque esa concentración de polvo en suspensión durante días provoca varias patologías potencialmente delicadas y agrava otras, y pronto se evidenciará. Cuando comienzan los incendios en Santa Úrsula y Los Realejos, y los cortes de carretera y los desalojos de vecinos y turistas la decisión está tomada, en efecto, y no hay marcha atrás. Y hemos quedado todos en cueros. Porque lo más duro no ha de reservarse a presidentes o alcaldesas, sino a los miles de tarados e irresponsables que ahora mismo bailan tosiendo polvo y con los ojos inyectados en sangre o los que pasearon con bebés con mascarillas disfrutando de un carnaval de día irrespirable. Quién iba a decirnos que unos carnavales, gracias a la calima africana, quedaríamos desenmascarados como lo que somos: unos imbéciles pacíficos, sonrientes, insalvables.