Yo, en otra vida, debí de ser aristócrata. No hay más que ver mi porte y mi pelaje. Mi apostura. Pocos cuadrúpedos alcanzan mi majestad. Es del todo inimaginable que me presente al Carnaval canino y no alcance la gloria. Se salvan mis cangéneres de que, en ocasiones, el carácter veleidoso de mis humanos les impida apuntarme a tiempo en el concurso. Es ahí cuando puede tomarme la delantera ese maldito saco de huesos, ese chihuahua de pacotilla, que se cree que por llevar un minigorro mexicano ya es el hermano de Emiliano Zapata. Es obvio que no sabe meterse en el papel. Yo, que he trabajado con los mejores, en el Cantors Studio, que recibí lecciones del Método S canislavski, de la pata del sublime maestro Rott F. Weiler, tengo que soportar que esa desagradable cabeza con patas se contonee sobre las tablas sagradas de Santa Catalina, arrancando el aplauso y las risas del respetable público bípedo. Tres años he tenido que soportar esta mascarada, tres años en los que, para más inri, Maruca y Yamisleisis me llevan a la primera fila para, según sus propias palabras, no me quede con "magua"... Animalitas del señor. ¿Es que no notan mi gesto de desagrado, mi mueca de dolor cuando recoge el premio y me mira de reojo, con ese ojo que parece el fondo de un pozo del infierno, mientras sonríe de medio lado? ¿Es que no sienten cómo sufro? Míralo, ahí está... Pero si parece que ha defecado una paloma en el escenario, si ni se le ve... No como cuando entro yo, que se oye el murmullo en el parque... Aficionados. "Vamos, Guagüito el pionero, a darlo todo", espeta Maruca. A su paso, el chihuahua le sonríe y le dice, con acento de Sonora: "Guapo, estás rechingo... ¿Nos vemos luego en los chirin guauguitos?". Él nota que algo ha cambiado: "Uy, qué inesperado cosquilleo me recorre el lomo, parece que lo quiero conocé..."