La OMS alerta del riesgo de una pandemia, y las pantallas se llenan de pueblos en cuarentena, supermercados vacíos y titulares que parecen sacados de una película de miedo para adolescentes incautos. Se dispara la venta de mascarillas, se cierran fronteras y vuelve el miedo más peligroso, el que busca un culpable en el que cebarse para dormir tranquilos. Italia ya no está tan lejos como China, y el carnaval de Venecia se toca con los dedos, no como esos pueblos de nombre impronunciable en los que viven aisladas casi el mismo número de personas que habitantes tiene España. No es difícil imaginarlo, pero cuesta. Ha sido más fácil reírse de los hospitales construidos a velocidad de vértigo, o hacer bromas con supuestas teorías conspiratorias. La risa nos salva, hasta que el pánico nos haga pegarnos por la última lechuga o la mascarilla, que aquí somos muy de extremos. Mientras tanto, nos hemos echado a la calle en este febrero que parece mayo, y nos invita a vivir fuera de nuestra casa, a salvo aún de lo que parece inevitable. Es imposible imaginar la muerte cuando suena la música y los desfiles nos hablan de que las penas se van bailando; pero hoy ya es jueves, ayer la ceniza nos recordó lo que somos y aquello en lo que nos convertiremos, y esto ya va pareciendo otra cosa. Por si acaso, por lo que pueda venir, hemos disfrutado, nos hemos echado a la calle y hemos paseado bajo un sol que no es propio de este mes, aunque hemos preferido no pensarlo. Puede que el mundo se acabe en unos meses, o que esto no sea más que otra gripe A, y también puede que no estemos aquí para contarlo. Mi madre murió un martes de Carnaval, hace ya tres años. Me gustaría decir que desde entonces he aprendido a no hacer planes, a vivir al momento y disfrutar de lo que se me ofrece sin pensar en el mañana. Me gustaría, pero no sería del todo cierto. Sigo preocupándome por las mismas tonterías y los mismos miedos, y me asustan las noticias de la pandemia y la violencia que no deja de crecer a nuestro lado, pero hay una parte de mí que pelea cada mañana por dar las gracias por todo lo que se me da a diario. No carece de encanto un mundo tan terrible, nos dijo Wislawa Szymborska, la poeta polaca, que conoció los horrores del nazismo. Huía de las palabras serias, su expresión favorita era no sé, y vivió en un piso sin lujos, en el que nunca faltaron ni los bombones ni el brandy. Para ella vivir era una aventura con fecha de caducidad, y el español, un latín bellamente estropeado. Por cosas como esta, por mujeres como esta, la literatura te reconcilia a veces con la vida y te aconseja vivirla más que nunca.