A veces nos olvidamos de una peculiaridad: este pequeño país fue, antes que nada, un símbolo mitológico. Canarias es durante siglos una imagen -una intuición- mitológica cargada de misterio para el pensamiento occidental. Como explica el profesor Marcos Martínez, las islas, las montañas y los finis terrae, disfrutan de ese ambiguo privilegio. La isla es un espacio cerrado donde es más fácil proyectar las incógnitas e inquietudes que urden el mito: una interpretación intuitiva, mágica, simbólica de la realidad. Canarias es un archipiélago, cuenta con altas montañas y se situaba fuera del mundo conocido: estaba condenado a convertirse en un recinto mítico intenso y perdurable como los Campos Elíseos o las Islas Afortunadas.

Todavía puedes encontrarte grumos mitológicos o mitologizantes en los discursos políticos, intelectuales o periodísticos sobre Canarias: una evidencia de nuestro amor por la inercia o la pereza. Nos encanta expresarnos -somos así- tanto como nos fatiga explicarnos. Por eso amamos la mala suerte, si no como experiencia, sí como relato explicativo de fracasos, infortunios y estupideces colectivas. Y se ha instalado la extraña convicción de que estamos viviendo un interminable episodio de mala suerte desde el verano. No se trata de bromas -y soy el primero en bromear e, incluso, en sospechar que hay un gafe en el Gobierno, y no es el presidente- sino de profetas del pasado que nos aseguran que algo malvado e incontrolable está ocurriendo, y hay quien habla, incluso, de cisnes negros para comprender tanta catástrofe acumulada. Y es realmente curioso, porque el estado catastrófico no se ve por ningún sitio, y las señales negativas que se registran -en actividad empresarial, empleo y contratación, o gestión de los servicios sociales básicos- tienen una fábrica inequívocamente humana. Los incendios de Gran Canaria no son mala suerte, sino la obra de canallas que se solazan reduciendo los bosques a ceniza y aterrorizando a sus semejantes, facilitada por altas temperaturas y por la pésima costumbre de no recoger la pinocha y no atender bien los barrancos. Las caídas en el suministro eléctrico no son mala suerte sino resultado de la obsolescencia de instalaciones y equipos que no han sido renovados y que deben soportar picos de consumo de islas que gastan energía como si no hubiera un mañana. Lo que se vivió hace poco no fue una oscura entrada de calima, sino el harmatán, un viento que suele soplar desde el sur del Sáhara hacia el golfo de Guinea pero que una vez cada veinte o veinticinco años se desvía hasta Canarias, y salvo si se prolonga durante semanas, solo es potencialmente peligroso para las personas con patologías respiratorias o si sales a bailar borracho durante horas respirando el polvo en suspensión. La extensión del coronavirus no deriva de una maldición insondable, sino la consecuencia de la apertura de China al mundo: antes los infectados enfermaban, se recuperaban o morían en su remota provincia sin que nadie se enterara.

Y así todo. Sufrimos problemas graves y de carácter estructural, muy poco mitológicos, que afectan a la vida cotidiana de los canarios: ninguno de ellos se menciona en el párrafo anterior.