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OBSERVATORIO

¿Qué nos jugamos con el conflicto Estados Unidos-China?

Más allá de la guerra económica que se está librando entre Estados Unidos y China, hay un choque por el modelo social y el orden político que vaya a dominar en el mundo en los próximos decenios. Por un lado, tenemos el bloque representado por los Estados Unidos y el mundo occidental, baluartes de una sociedad que asume la revolución tecnológica preservando los valores democráticos. Y por otro está China, que abandera un modelo en el que la tecnología aleja a los ciudadanos de la participación pública. Se trata de un debate de fondo que muchas veces pasa desapercibido entre el goteo incesante de noticias, pero sobre el que conviene volver para no perder la perspectiva real y las probables consecuencias que se pueden derivar para el orden mundial.

El modelo de relaciones internacionales que ha estado vigente desde mediados del siglo XX, caracterizado por una dialéctica entre los valores del libre comercio mundial, el multilateralismo y la defensa del capitalismo y la democracia como formas de organización económica y política, frente a los principios del comunismo y el estado totalitario, encarnados respectivamente por los Estados Unidos y la Unión Soviética, quebró a principios de los años noventa con el colapso de este último Estado. Y lo que vino después fue un periodo extraordinario de aperturismo económico y desarrollo del comercio internacional que ha perdurado hasta nuestros días.

Desde el final de la segunda guerra mundial, China ha pasado de la práctica insignificancia económica en el contexto mundial a convertirse en pieza clave de las cadenas de suministro internacionales y, con ello, a poner las bases de una constante e ininterrumpida transformación económica y de una creciente e inquietante influencia geoestratégica.

La crisis del coronavirus ha puesto de manifiesto el impacto que una caída de la actividad económica en China puede tener en el comercio internacional y en las cadenas globales de valor. China representa actualmente la segunda economía del mundo, responsable de una sexta parte del PIB global. Es también el mayor exportador de mercancías, el segundo receptor de inversión extranjera directa (IDE) y una fuente de financiación de primer nivel. En 2018, el 10% de los flujos de IDE mundial procedían del gigante asiático, lo que le ha permitido, por ejemplo, ser el mayor inversor en África subsahariana o en el sudeste asiático.

Si descendemos a los datos micro, los resultados son igualmente elocuentes. De las diez mayores compañías del mundo, cuatro son bancos chinos. Y si nos referimos a la carrera tecnológica, donde se está dirimiendo la batalla por la competitividad, nos encontramos con que no menos de un centenar de empresas tecnológicas valoradas en más de 1.000 millones de dólares son chinas. De ellas, al menos una decena sobrepasan los 100.000 millones, lo que las coloca en la misma liga de los archiconocidos Amazon, Apple o Google.

Muchos analistas prevén que China podría convertirse en la primera potencia económica para 2030. Este extraordinario progreso no ha venido, sin embargo, acompañado de un proceso transformación hacia la democracia o hacia un menor intervencionismo estatal. Más bien al contrario, el Partido Comunista Chino controla todos los resortes del país, sin que se haya advertido un gesto de respeto hacia las reglas del juego que imperan en las relaciones comerciales y económicas internacionales. China es sistemáticamente acusada de subsidiar a sus empresas estatales o de vulnerar las normas de propiedad intelectual. Además, desde el punto de vista geoestratégico, se ha dotado de una herramienta, la Nueva Ruta de la Seda, que supone para muchos una forma de colonialismo económico sobre un amplio número de territorios en Asia y África.

El principal punto de inflexión en la escalada económica de China ha venido marcado por la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, que ha desencadenado un conflicto comercial -todavía pendiente de resolución definitiva- que ha lastrado los flujos comerciales y que ha instalado la incertidumbre en los actores económicos.

En el fondo, lo que late en el seno de este conflicto es una pugna por el liderazgo económico, tecnológico y científico a escala global. Se trata de una nueva guerra fría ya no estrictamente militar, sino ideológica, por el mantenimiento del equilibro y la seguridad mundiales. A nadie se le escapa que China se rige por un código de valores diferente al del mundo occidental, sobre el que orbita un régimen autoritario que impone su voluntad sin ningún tipo de límites o contrapesos institucionales.

En este contexto, ¿cuál debería ser la estrategia que debería adoptar la UE? Probablemente, una fórmula adecuada en este panorama de incertidumbre sería reforzar su cohesión interna en materia fiscal, industrial y de competencia, y seguir ampliando su red de acuerdos comerciales. Por otro lado, la UE debería desarrollar mecanismos de protección en materia de inversión o de compras de empresas basándose en la falta de reciprocidad.

Son tareas de enorme trascendencia que suponen un esfuerzo de asunción, por parte de todos los países de la Unión, del grave momento que viven las relaciones internacionales, y también de adaptación al nuevo statu quo, con el fin de poder responder con autonomía y de forma eficaz -pero sabiendo muy bien los valores que defiende Europa- ante un hipotético colapso del sistema multilateral y el regreso a una política y economía global de bloques.

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