El presidente Ángel Víctor Torres ha asegurado que el Gobierno autónomo no precintará por motivos sanitarios más hoteles y, sinceramente, no se me alcanzan los motivos por los que afirma tal cosa. Este coronavirus está a un paso de convertirse en una pandemia. Ayer la Reserva Federal de Estados Unidos adoptó la decisión de bajar los tipos para estimular la economía víricamente engarrotada, pero quizás lo más interesante es que las direcciones del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional han decidido que sus reuniones, a partir del próximo mes, serán de carácter telemático. Cuando las élites, al mismo tiempo que alertan contra el alarmismo, deciden no correr ni el riesgo de darse la mano -la mayoría son mujeres y hombres de más de 50 años- ocurre que se genera cierta desconfianza.

El coronavirus genera miedo porque no se sabe lo que es. Se convertirá en la primera pandemia mundial que podrá seguirse en directo desde los teléfonos móviles y minuto a minuto: la sobreinformación sobre los acontecimientos desplaza a la información sobre las causas y consecuencias reales de la multiplicación del virus. Si ustedes lo desean pueden entrar en la portentosa web de la Universidad Johns Hopkins y comprobar al segundo, sobre un mapa interactivo, la evolución de la pandemia. Lo acabo de consultar e indica 91.000 casos diagnosticados y 3.118 fallecidos. En tres o cuatro días se superarán los 100.000 casos. En dos o tres meses el millón. China ha podido contener la propalación encapsulando ciudades y pueblos completos gracias al ejército y a la policía militar. Nosotros, por supuesto, no estamos dispuestos a semejantes sacrificios que, además, tendrían un coste económico singularmente alto. Nadie está dispuesto a renunciar a su partido de fútbol en el estadio, a bailar de madrugada entre miles de personas o a perderse una comilona con los colegas. Así que el Covid-19 se integrará inevitablemente en nuestro ecosistema infeccioso y habrá que seguirlo minuciosamente para que alguna indeseable mutación genética, en los meses y años sucesivos, consiga que sea tan contagioso, pero más letal. Si no se pasan ciertos límites -es decir, si simplemente agrava la situación médica de septuagenarios y nonangenarios- será un virus admisible. Es una pena que no se le pueda deportar a Mali, como hacemos con los migrantes que llegan en patera, o hundirlos en el mar, como están haciendo las patrulleras griegas, o gasearlos discretamente, como se hace en la frontera turca. Porque soportamos mejor un virus que mata, pero poquito, que un migrante que quiere vivir, pero demasiado, o en todo caso, demasiado cerca.

(Conocí a don Juan Arencibia una tarde ya remota, a las puertas del Casino, y ante mi sorpresa, me invitó a un café. Era un hombre grave de una amabilidad exquisita. "Por supuesto que yo no pienso como usted", me dijo, "pero usted tampoco piensa como yo y eso no impide esta café ni esta conversación... ¿Por qué no le gusta Santa Cruz?" Ayer lo enterraron. Era hijo adoptivo de esa ciudad que amaba pudorosamente, una ciudad que quería, digamos, en posición de firmes, y ningún concejal del gobierno municipal estuvo presente en el sepelio. Ninguno. Supongo que a este paréntesis responderá algún mandado con burlas o risitas anónimas. Allá ustedes. Allá todos los que encuentran insignificante o grotesco lamentar ese gesto torpe e indecoroso hacia una parte sustancial -se comparta o no- de la memoria de nuestra ciudad).