La Provincia - Diario de Las Palmas

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EL RUIDO Y LA FURIA

El piropo

Hablaba Agustín García Calvo, en un inmenso poema, de "la cara del que sabe". Se refería a ese tipo sobrado, pagado de sí mismo, encantado de haberse conocido, que se siente la más alta cima de la creación, porque los millones de años de evolución en la Tierra tenían un único objetivo, llegar a él. Y, por tanto, está legitimado para ir por ahí difundiendo sus gustos y opiniones y todo el mundo, especialmente las mujeres, deben sentirse agradecidas y halagadas cuando se digna a llamarlas "guapa".

Y se indigna ahora, cuando el anteproyecto de ley orgánica de garantía integral de la libertad sexual, recientemente aprobado, considera el piropo como "acoso ocasional" y pasa a ser considerado un delito leve, porque "qué tiene de malo decirle algo bonito a una mujer". Pues, de entrada, que nadie te lo ha pedido y, luego, que quién eres tú para juzgar, para determinar, para calificar a nadie.

Bajo el piropo, por halagüeño que pretenda ser, subyace un sutil modo de acoso, por más que nos parezca de lo más natural. Tengo compañeras de trabajo a quienes cada día alguien les hace el repaso de vestuario y han de escuchar observaciones sobre el largo de la falda, lo pronunciado del escote o lo vertiginoso del tacón. Y amigas que, cuando se cruzan con un determinado conocido, ya saben que de inmediato van a escuchar el ingenioso e irresistible "cada día estás más guapa".

Y todo eso han de aguantarlo (y agradecerlo) tengan o no ganas, o si se han levantado con dolor de cabeza o con la tristeza que da a veces la vida, o cuando están en uno de esos momentos en que no se está para nada. Sea como fuere, deben soportar la "obligación" de ser galante que parece pesar sobre algunos hombres, esa que les fuerza a no dejar la más mínima oportunidad de piropo, chicoleo y requiebro, porque es como se supone que debe portarse, en todo momento y circunstancia, un machote. Y si la mujer se revuelve y contesta y se defiende y manda al galante allí donde se merece, encima queda como una siesa, porque ellas en todo momento deben sentirse muy halagadas de que cualquiera en cualquier momento les haga comentarios sobre su belleza, su ropa, su actitud, y agradecerlo con una sonrisa.

Pues no. Las mujeres se merecen dejar de ser vistas como pornografía que camina, como mercancía evaluable. Dejémoslas en paz y, ya de paso, liberémonos los hombres, por fin, de la insufrible, anacrónica, vergonzosa carga de andar por la vida con la cara del que sabe.

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