La lluvia no les gusta a los perros. No porque se mojan, sino porque atenúa olores y efluvios callejeros. Para los perros una calle mojada es una calle insípida. Por primera vez, evitándola, saco al chucho cuando es casi prima nocte. La ciudad, al llegar la oscuridad, ofrece un aspecto vagamente fantasmagórico, pero más que miedo, da pena. Como casi siempre. Después de los aplausos de la siete Santa Cruz comienza a cerrarse como una ostra. Alrededor del parque García Sanabria patrullan varios soldados bajo las órdenes de un suboficial. Detienen vehículos y piden la documentación. Lo extraordinario no es que estas escenas no nos dejen estupefactos, sino que la gente las aplauda, al menos, con la mirada. Los soldados patrullando por el parque les tranquilizan.

No estoy en contra que se movilice a la Unidad Militar de Emergencias. Pero es difícil comprender que los militares asuman -en los términos explicitados en el decreto de la situación de alarma- funciones de vigilancia policial y al mismo tiempo comprobar -como puede comprobar cualquiera- que los operarios que retiran las basuras de las calles de la capital no tienen ninguna protección especial. Si los sanitarios no disponen de medios suficientes, ¿por qué debían tenerlos los trabajadores de la concesionaria de basura? Ocurre, sin embargo, que en esta ciudad hay personas -muchas docenas de personas- infectadas por el coronavirus y recluidas en sus domicilios. No resulta disparatado sospechar que las autoridades no disponen de un mapa situacional: cuántos ciudadanos infectados y aislados en sus casas o apartamentos viven en Somosierra, en Las Delicias, en las Ramblas o en el resto de los núcleos poblacionales y barrios del municipio. Son enfermos que, obviamente, producen desechos materiales que deberían recibir un tratamiento separado y específico. Como tantas otras cosas en estos días inciertos y poblados de cifras agónicas y palabrería exasperante no sabemos, ni humanos ni perros, si se está haciendo algo al respecto. Levanto el brazo y saludo a los operarios. Arranca el camión y uno de ellos saluda lentamente y cuando desaparece al final de la calle todo es silencio, un silencio frágil lanzado al aire como una flecha sin blanco ni destino.

Cuando regreso a casa -disgusto canino- leo en un periódico local una suerte de reportaje sobre el reflejo de las epidemias que han asolado a las Islas en la literatura canaria. Lo cierto es que es escasísimo si tenemos en cuentan la cruel porfía con que las epidemias trataron a Canarias y los muchos miles de muertos que se han cobrado durante siglos, especialmente en los puertos isleños. La debilidad de la narrativa canaria en los siglos XVIII y XIX -y su penoso periodismo- tal vez no permitía otra cosa. El artículo, curiosamente, no cita la única obra que recuerdo dedicada íntegramente a un episodio epidémico. Es una poesía de uno de nuestros espantosos románticos, Ventura Aguilar, grancanario del que barrunto referencias en la Historia de la literatura canaria de Joaquín Artiles e Ignacio Quintana, y que es cualquier cosa salvo una historia de la literatura canaria. Y efectivamente, está ahí. El poema, presumiblemente horrendo, se titula El cólera morbo, y levanta acta de la epidemia que asoló a Las Palmas de Gran Canaria en 1851 y que mató al 25% de su población de entonces. Ni siquiera es particularmente atroz, sino un dechado de torpeza y vulgaridad. A ver, apreciados letraheridos, si esta vez lo hacemos mejor.