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EN CLAVE DE SOL

La descubierta fragilidad

Abre el escribidor su pantalla electrónica para conocer las últimas noticias sobre la invasión coronavírica que nos perturba y surge una catarata informativa. No sé por dónde empezar. Lo hago por el señor presidente del Gobierno que se me aparece en la pantalla con insistencia como gran preboste al frente de la complicada situación y del estado de alarma.

Resisto un largo rato la prédica de Sánchez que da idea de su presunta gran capacidad de asimilar de sopetón información sobre el hecho, al parecer principal y casi único que nos aflige a los españoles y es causa de nuestro confinamiento colectivo y parón general de cualquier actividad. A veces tratamos de arreglar un problema desarreglando otro y con peores consecuencias.

Cumplo así el casi heroico trabajo de escuchar y comprender el prolijo alegato del tenaz presidente a quien no se debe menospreciar su creciente capacidad de asumir responsabilidades (otra cosa serán las soluciones) siquiera sean tan tardías como es el caso de la pandemia que nos aflige y su más o menos acertada gestión.

Una gestión apresurada en la que el Gobierno ha entrado con ánimo totalitario, caiga quien caiga como quien dice, tras haber desperdiciado un tiempo precioso para frenar el problema. Además de encabezar las ruidosas manifestaciones callejeras en las que, como resultaba lógico, se ralentizaron las medidas necesarias y urgentes para atajar la pandemia y muchos de sus participantes acabarían en el hospital.

Ahora viene el histérico apresuramiento de un grave problema que hubiera tenido menos mal planteamiento y más rápida solución de haber sido abordado a tiempo. Miles de casos y centenares de muertos, cierres, cancelaciones, confinamientos, paralización de actividades profesionales, comerciales, burocráticas, religiosas... Y también, bulos, pánicos, psicosis colectiva, acaparamientos, inactividad, despidos laborales, clases suprimidas. En fin, abandonos, pobrezas, soledades.

Situación que viene al pelo para el Gobierno de Sánchez porque silencia de momento, o deja a un lado, otros problemas en carne viva como la tensa situación con vasquistas y catalanistas con su permanente y obsesiva reclamación separatista. Por otra parte, los jóvenes de nuestro tiempo, que no han vivido los años duros de posguerra y desconocen las precariedades de otros tiempos, tienen ahora ocasión de conocer alguna de las fragilidades del ser humano en sociedad al que en realidad nada parece que se le debe de justicia.

Cientos de personas mueren al día por el coronavirus, último mal colectivo que nos aqueja. Pero a la vez olvidamos que ocho mil niños fallecen de hambre y enfermedad al día en el Tercer Mundo, que en ese mismo tiempo hay diez suicidios en España, que millares de familias africanas carecen de agua potable, que centenares de miles huyen de las guerras en el Este, que los afectados por el VIH suman casi 40 millones, que hay 25 millones de refugiados en el mundo. Y por ahí adelante.

Vengo diciendo que en España vivimos, o vivíamos, en el mejor de los mundos posibles. Acaso nosotros mismos lo estemos echando a perder.

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