El recuerdo más limpio que poseo sobre tauromaquia, toros y similares quehaceres, también el más placentero, es el de las crónicas taurinas de Joaquín Vidal en El País. Hace ya cuánto tiempo. También hace mucho de Francisco Umbral en el mismo periódico, y en La Voz de Galicia, que es donde empecé a leerlo, todavía en vida del general superlativo. En otros periódicos no lo recuerdo, al vallisoletano, quiero decir.

Había otros columnistas de los llamados de referencia que me ponían de los nervios, por su pamema y por su ombliguismo: ambos juntos eran un latazo. Algunos todavía campan por las linotipias digitales, más arrastrándose sin melindres que en suave caminar. Allá ellos. Ahora que todos en casa, pueden desempolvar viejas crónicas de la inmundicia y escribir un poco más sobre lo que les dé la gana: ya quedan menos masoquistas y casi ninguno de sus lectores.

Pero volvió Maruja Torres, inesperadamente, como siempre hace ella. Una mañana de 1987, en Barcelona, empezamos tomando café cerca de su hotel, en la Rambla de Catalunya, y acabamos comiendo en El Egipto, hasta nos invitaron, a ella, por supuesto. Se trataba de un largo artículo sobre la envidia en este país. Maruja me dijo unas cuantas cosas. Por suerte, el artículo nunca salió. Y la envidia sigue siendo uno de nuestros tristes tópicos, a ver cómo se comporta estos días. Como los toros, no le gustan a casi nadie pero las plazas se llenan hasta la bandera.