No soy tu cenicienta, mami", me aclara con una pícara sonrisa de medio lado y las manitas cubiertas de lavavajillas, mientras friega, cada vez con más donaire, sus cuencos del desayuno. En este mundo paralelo, tan real como ficticio, en el que se ha tornado el confinamiento hay que arrimar el hombro como nunca antes. Y aunque de forma natural reivindico el estilo maternal dialéctico, estos días no me presto demasiado a la negociación, porque, además de que la cosa se puede desmadrar, estoy aprovechando para resetear un par de asuntos que las prisas del día a día no me permitían abordar. El muchacho va entrando sin demasiado entusiasmo, pero parece que la fuerza de la repetición está mermando esa resistencia que viene instalada de serie en el código genético de los preadolescentes. Con la mano derecha coge la taza, tiene restos de cacao, por lo que la operación se prevé complicada. Él no lo sabe, pero una gota de sudor recorre mi espalda cada vez que se le resbala la loza y está a punto de caer sobre el plato de las tostadas, que espera su turno en el fondo del fregadero, con pocas esperanzas de sobrevivir. Con la izquierda aprieta el estropajo, donde ha vertido jabón por castigo. Da un par de pasadas, que son más un roce que un restregón, abre el grifo, enjuaga y pasa a la siguiente pieza. La imagen de un testigo de cacao adherido al culo del recipiente martillea mi cabeza, pero lo dejo estar. Siempre positiva, nunca negativa. El plato pasa la prueba y casi le escucho suspirar cuando aterriza boca abajo entre sus límpidos compañeros. El peque se seca las manos y sale de la cocina canturreando. Ahora que se ha ido puedo darle un repasito a la taza.