Cuando las cosas se ponen asfixiantes no leo novelas, ni poemas, ni comedias, ni greguerías. Leo vetusteces que no me interesan para nada y que funcionan como chicles mentales. No sé, saco del fondo de un anaquel un ejemplar amarillento del Anuario de Estudios Atlánticos y me pongo a leer monografías como Menéndez Pelayo y Canarias, a cargo de Sebastián de la Nuez. Más que leer me deslizo entre las páginas para tener el cerebro ocupado en naderías insignificantes, aunque de repente descubro que el doctor Menéndez Pelayo puso a parir -justificadamente- a Graciliano Afonso, uno de los centenares de pésimos poetas que ha producido Canarias, lo que me regocija mucho. Noto que el asunto me interesa, por lo que cierro la revista, llamó a mi pasaporte canino -que llega por el pasillo con la velocidad de un tanque conducido por Patton- y salimos a las calles de Santa Cruz.

Cualquier cosa que te resulte de interés te conducirá, más temprano que tarde, a desembocar en la realidad. Uno de los descubrimientos del confinamiento es lo complejo que resulta aburrirse civilizadamente, aburrirse sin angustia ni congoja, aburrirse como estricta y purificadora disciplina psicosomática, aburrirse como se aburría el Buda hasta confundir la laxitud con la sabiduría, la indiferencia con la simpatía universal y la renuncia a la voluntad con la felicidad. Por fortuna la plaga exterminadora tan soñada nos ha pillado con una tecnología digital y una industria de contenidos audiovisuales en pleno florecimiento, pero impide que se propague una pedagogía del aburrimiento que sería muy útil durante el mes que nos queda -en el mejor, más improbable de los casos- enclaustrados en nuestras casas.

Cuando regreso caigo en la trampa y, por supuesto, todas son malas noticias. Y la peor viene de la Europa que se niega a ponerse de acuerdo consigo misma: los países menos endeudados rechazan, simplemente, repartir las futuras cargas fiscales para que los más endeudados dispongan de un aumento imprescindible de su capacidad de gasto a fin de afrontar la lucha sanitaria y científica contra la plaga, paliar la catástrofe económica y asegurar la supervivencia de sus poblaciones. Pues nada de eurobonos. Debe ser que no conciben esto como lo que es: una amenaza existencial para los individuos y las sociedades. Una amenaza brutal -también- al sistema democrático y al proyecto político europeo, un regreso relampagueante y ciego al nacionalismo de sálvese quien pueda y a la tribu como categoría moral.

Canarias necesita mantener el gasto social establecido en los presupuestos generales de la Comunidad pero también reinventar programas y servicios para las actuales condiciones de emergencia. Pero es perentorio que pase a reclamar -como comunidad cuya estructura económica es y será masacrada por la epidemia- una gran inyección económica para que los ciudadanos sin ingresos (sus familias) reciban un año una renta universal e incondicional de 600 euros mensuales. El coste puede ascender a más de 800 millones de euros. Pero los necesitamos. No para vivir desahogadamente, sino para no incurrir en el canibalismo. Hasta mi perro -que no se parece nada a John Maynard Keynes- lo podría entender.

Thomas Eliot escribió famosamente que el ser humano solo soporta la realidad en pequeñas dosis; cuando una pandemia que amenaza a todo el mundo y ha provocado en tu país, en apenas dos semanas, miles de muertos y la saturación de los servicios sanitarios, es muy difícil seguir la vieja dieta de realidad asumible.