La Provincia - Diario de Las Palmas

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REFLEXIÓN

Cruzar la calle

Estos días hemos visto una gineta cruzando solitaria una calle del sur de la India mientras la población de la ciudad estaba encerrada en sus casas. Hace poco se difundió la imagen de un cocodrilo en un canal de Venecia, pero esa imagen era falsa. La de la civeta, en cambio, es auténtica. Es una imagen muy extraña. Primero, porque cualquiera que conozca la India sabe que es imposible ver una calle vacía, de día, sin ciclistas, sin motos, sin transeúntes, sin vendedores callejeros, sin vacas que mastiquen una hoja de periódico. Y segundo, porque uno se pregunta dónde se habrán metido todos esos millares y millares de hindúes que dormían en las aceras, en los andenes de las estaciones de tren o en medio de las vías del tren, ya que no tenían nada parecido a un hogar o una casa. ¿Los habrán encerrado en una cárcel, en una especie de campo de concentración? No lo sabemos.

Y el caso es que esa ciudad -Calicut, en Kerala- parece deshabitada, como si todo el mundo hubiera huido aterrorizado, o como si nadie se atreviera a salir a la calle porque un ejército enemigo -o una banda de salteadores- se había apoderado de la ciudad. En el vídeo se ve una moto cruzar por una calle trasversal, pero eso es todo. La civeta es la dueña absoluta de esa calle. Hasta ahora se creía que las civetas se habían extinguido en la India, o que apenas quedaban unos pocos ejemplares que nadie había visto, pero ese vídeo demuestra que aún existen. El coronavirus ha logrado el milagro de hacer visibles a esos animales que ya nadie imaginaba que existieran. Pero dentro de unos meses, cuando las cosas vuelvan a la normalidad, las calles volverán a estar llenas de gente y ruido y vacas y mendigos y vendedores ambulantes, y entonces ya nadie se acordará de esa civeta. Y a nadie la importará si se han extinguido o no, o si sobreviven o no, ni en qué condiciones lo hacen. Y poco a poco, la gente empezará a pensar que esa escena de una civeta que cruzaba una calle fue un sueño, una invención, una fábula. Y poco a poco, la gente también empezará a pensar que esos largos días de encierro, en que las calles de la ciudad estuvieron vacías y nadie se atrevía a salir de sus casas, también fueron un sueño,, una alucinación colectiva causada por el miedo y el calor y quién sabe qué más cosas. Así es la vida. Los hechos suceden y enseguida se olvidan. Las cosas ocurren y luego pasan al trastero de la memoria, donde van convirtiéndose poco a poco en espectros que nadie sabe si son reales o si alguna vez lo fueron. Y en realidad todos somos como esa civeta: hacemos una breve aparición inesperada, cruzamos una calle y luego desaparecemos. Si tenemos suerte, ese pequeño recorrido queda grabado por una cámara anónima y el camino discurre sin demasiados incidentes. Si no la tenemos, aparece una moto en la dirección equivocada y de pronto ya nada queda de nosotros. Los recuerdos se deshilachan y la memoria de las cosas desaparece por completo. Un buen día desaparece la última persona que nos había conocido, y con ella el recuerdo -ya muy vago, ya muy contaminado por la fantasía- de lo que una vez fuimos. Y después, al otro día, ya no queda nada.

Esta epidemia que nadie se esperaba y que nadie supo predecir se va a llevar muchas cosas por delante. Empleos, ahorros, empresas, proyectos. Y gente, mucha gente que quizá ahora se encuentra la mar de bien y que mañana tendrá que ser ingresada de urgencia en un hospital, donde los médicos tendrán que atenderla sin un equipamiento adecuado. Pero también, un día, nadie se acordará de esta epidemia, o sólo se acordará cada vez que la resuciten en películas y series y libros, si es que se siguen publicando libros en el futuro. Si mi hijo ni siquiera se acuerda del atentado del 11-S contra las Torres Gemelas, lo mismo va a pasar con esta pandemia que destruirá físicamente a miles de personas y dejará a millones de trabajadores sin empresa y sin sueldo, y quizá sin un Estado que pueda echarles un cable cuando más lo necesitaban. De repente, todos nos sentimos indefensos y nada de lo que dábamos por seguro y por inamovible sigue siéndolo. Bien, amigos, ahora ha llegado la hora de cruzar la calle, en esta ciudad desierta, y de llegar al otro lado.

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